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Siempre hay vacantes para el desempleo

La Espera

Andrés Bianque

Miércoles 27 de agosto de 2008, puesto en línea por Andrés Bianque Squadracci

Éramos alrededor de treinta, esperando ante un portón de madera embrutecida, no por el paso del tiempo, sino por el paso del hombre. Éramos treinta esperando una respuesta.
Que amargo sabe el té como única pócima matinal, como único alimento mañanero en la larga espera. Que amargo sabe el destino cuando sólo se sabe de incertidumbre o la certidumbre de la desventura.
Todos pretendían conocerse, las bromas iban, venían y reventaban como olas envueltas en silbidos y susurros sobre un roquerío de hombres amontonados mirando un puerto que los embarcaría hacia mares más estables y tranquilos.
Y es que el tiempo ha ido petrificando, primero los huesos, segundo las miradas y ahora el corazón.

Las risas eran el manto que cubría la tristeza decantada por los años. Había que reír.
¿Cómo nos explicábamos los unos a los otros que nuestras sonrisas era el miedo temblando entre labios y dientes apretados?
¿Y si linchaban a algún impertinente por descubrirles su oculto dolor o sus desgracias? ¿Si celosos o iracundos lapidaban a martillazos ó cortaban a los pesimistas con sus seguetas? ¿Si coludidos entre si, los albañiles enterraban y tapiaban en el pozo de la desesperanza a los pájaros de mal agüero?

Éramos treinta esperando al patrón, esperando un si o un no. Un monosílabo que hacía ver el día de otro color, dos letras insignificantes, pero a la hora de decidir, eran dos montañas observándonos como un dios arrogante.

Por suerte yo no era el último, detrás de mí habían dieciocho rezagados, mi posición era muy ventajosa en relación a ellos, podía imaginarme la situación de los cinco primeros. He dicho que eran rezagados, aunque no creo que por falta de espíritu, yo esperaba en esa cola de dragón moribundo (que más parecía de perro suplicante) desde las seis de la mañana, la modorra de estos últimos los hizo llegar diez minutos después de mí, si sólo hubiesen tomado en cuenta la hora y media en limbo desde sus casas, lo hubieses podido hacer mejor.

Tres horas escuchando fabulosos nepotismos ocultos de algunos. Con sólo decir un nombre se abrían las puertas de los mejores trabajos, plazas y puestos. Recomendaciones, encargos, padrinos y amigos avalaban a los presentes. Saltimbanquis, gitanos, agoreros, cuenteros y otros, posesionaban en franca metamorfosis los cuerpos indefensos de los obreros más serios.

Tres horas fumando sin ganas, a esas horas el escuálido té ya era un fantasma que vivía sobre alguna piedra olvidada, después de haber sido exorcizado por la fuerza de la orina.
El hambre golpeaba la puerta de los estómagos de muchos de los que allí estábamos. Algunos le desoían levantando su voz y hablando sin parar una y otra vez. Otros le ahogaban con el proteínico aliento del cigarrillo empujado con bronca por flacas gargantas, directo como escupitajo de alquitrán sobre el rostro del hambre como un insulto a su importunismo
¿Cómo ocurrírsele llamar en momentos así?

Digo tres horas porque a eso de las nueve como un cortejo fúnebre lentamente comenzó a moverse la dichosa hilera.
El primero en llegar, hombre delgado, de cara enjuta, pareció recobrar la entereza al ver al patrón. Se irguió como un gato, se transformó en un mocetón de envergadura. Desenvainó con elegancia y rapidez la espada de su serrucho afilado. Fue el primero en quedarse en la nueva construcción, luego el segundo, el tercero, luego el cuarto, el quinto.

La ansiedad de las manos nerviosas producía chispas constantes que encendían los cigarrillos que aún quedaban. Todos de pie mostrando lo mejor de sí para causar buena impresión. Todos callados sin decir una palabra. De pie sobre esa banca invisisble de reservas esperando un llamado, una mirada, un gesto, una mano luminosa que los llamase.
Los más osados susurraban un no sé que, a un no sé quien.

Éramos una fila poca disciplinada, el tronco y las piernas rectos y probos, mostrando respeto militar, pero las cabezas no entendían nada más que auscultar las posibilidades de trabajo. Cabezas de todas las medidas, físicas e intelectuales, sin distinción, todas vueltas e inclinadas en dirección hacia el portón, hacia el patrón.

Seguro que todos vimos la mueca siniestra del patrón, un rictus frío y calculador que abofeteó los ojos del capataz. Dos segundos después en medio del portón, éste, levanta las manos y las cruza una y otra vez, las cruza una y otra vez.
Después de cinco favorecidos, nos crucificó la esperanza, todos sabíamos que significaba el gesto. No hay vacantes. Paralizados en un paro del momento nos quedamos.
Lento pulsa el pulso de los cesantes, cierto tipo de muertos que caminan sin vida por las calles.

Voy comiéndome el helado arroz que agoniza de soledad en el fondo de mi vianda, los granos que no recojo por desgano lo comen las aves que me siguen.

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