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GUATEMALA - ¿Y ahora qué hacemos? pasar del asco a la acción

Plaza Pública

Lunes 8 de junio de 2015, puesto en línea por Claudia Casal

23 de abril de 2015 - Plaza Pública - Es casi un axioma: las crisis más graves, las más desoladoras y desconcertantes, tienden a suceder en el peor momento posible, no por obediencia a la cómica Ley de Murphy, sino porque son el producto de un sistema que es frágil y languidece.

Digámoslo así: en un cuerpo robusto, una gastroenteritis no supone nada más que una anécdota molesta. En uno desnutrido, mata.

Si esta crisis es especialmente grave no es solo por la magnitud de los hallazgos, sino sobre todo por la precariedad de las soluciones que el sistema ofrece. Precariedad, o falta de credibilidad, llámelo como quiera.

Es decir, el momento es delicado porque la Superintendencia de Administración Tributaria, cuyo papel es crucial para generar confianza ciudadana, esa cosa tan etérea que cohesiona a los Estados, se dedicaba justo a lo contrario a lo que debía. Es especialmente delicado porque la estructura, cuando menos, rozaba al Presidente y a la Vicepresidenta, y eso pone en entredicho su legitimidad, ya bastante mellada. Pero el problema quedaría ahí si el sistema suministrara formas de contener el sangrado. Y sin embargo, los caminos que nos ofrece parecen no conducir más que al mismo lugar. O peor: se mira alrededor y no se ven caminos. Solo escombros y alambradas.

Hay que introducir una ruptura. ¿Cómo? No está claro. Quizá haya que combinar el vómito y la deliberación, el vómito y el pensamiento.

La catarsis es nuestra salvación y nuestro vicio, nuestra terapia, nuestra adicción. Gritamos hasta que exhalamos nuestras penas, las indignaciones y el dolor; y luego nos quedamos vacíos. Exhaustos, callamos. Callamos rápido, nos vaciamos rápido, con bocanadas grandes, fáciles: tenemos experiencia en estas prácticas. Y así, liberados de toda mala conciencia, tranquilos, flotamos en el suave mar de la inmolación.

La catarsis es necesaria en este caso, y la catarsis es buena si todo lo que produce no muere con ella.

Ahora ha comenzado con una serie de proclamas que coinciden en pedir la renuncia de la vicepresidenta, Roxana Baldetti. La demanda no solo es curativa, sino que es justa. Las sospechas más que fundadas que ahora albergamos todos de que la vicepresidenta es una pieza clave, por acción o por omisión, de la red defraudadora (¿defraudadora o asesina? Basta con mirar los hospitales, el campo, las fronteras) son suficientes para justificar que salga. No es solo una especie de expiación por algo que hizo, sino que supone salvaguardarnos de que lo siga haciendo, por lo menos con la misma facilidad.

La posición de Otto Pérez es un poco distinta. Aunque no parece creíble que ande muy alejado de la red, y su actuar en estos días es errático, pocos se han centrado en pedir que ponga su cargo a disposición. En el caso impensable de que eso sucediera, a cinco meses de las elecciones, la crisis institucional se abriría a posibilidades cuyos costos serían incalculables. Otra cosa sería si en un gesto de transparencia y buena fe renunciara a su derecho de antejuicio; dadas sus declaraciones no es previsible.

En fin, hay que destronar personas, seguro. Y también hay que derruir estructuras. Pero hay que tener cuidado al hacerlo. Creer que con eso hemos logrado algo definitivo -la Revolución Francesa, Historia Universal- conduce a aquello a lo que somos tan proclives: a engañarnos.

Lo primero puede ahogarnos fácilmente en una búsqueda banal y biempensante según la que todo pasa por encontrar a esa gente decente para que nos gobierne. Ojo, ese es el discurso fácil de algunos de quienes nos quieren gobernar.

En segundo lugar, si volamos sin plan, corremos el riesgo de estrellarnos contra algo aún peor, de superar el foso para reventarnos contra la muralla.

La efervescencia de hoy debe convertirse en la indignación de mañana y de pasado, si queremos llegar a algo: ningún asedio tuvo éxito en un día. Debe ser constante y continuada y callejera, y transformar sus objetivos: pasar de la renuncia a la reforma, someter la catarsis al pensamiento estratégico. El 15M español fue un in crescendo prologando que mutó de la simple amalgama voluntariosa, ardiente y confundida a postulados precisos sobre el Estado y las políticas públicas.

Será algo que, si se hace, sucederá en fases y precisará también el concurso de las elites (el empresariado organizado, los medios, las organizaciones sociales, etcétera), que no están libres de culpa pero que son las únicas que aún congregan por sí mismas fuerza necesaria para definir el rumbo. La continuidad de la Cicig, impensable hace semana y media, no pasa de ser una victoria táctica en una escaramuza importante. Como la vacuna contra la gripe, nos da algo de vida hasta la próxima recaída.

Con los comicios al acecho, no podemos dejar que se desvanezca el momentum para lo relevante (que no es solo ver defenestrada a la red actual, sino evitar que otra la supla) y que todo lo engulla la conversación electoral. El politólogo David Martínez Amador postulaba ayer la necesidad de llegar a un acuerdo mínimo que él denominaba “pacto nacional de corte antimafia”. Es un salto del vómito a la deliberación colectiva (¿una ruptura?). Un pacto de esas características, técnico y auditado socialmente, debería incluir por ejemplo la persecución de un servicio civil meritocrático, la reforma del sistema electoral y de las comisiones de postulación, y la abolición del secreto bancario. Lo peor que puede pasar, como decía Dina Fernández, es que no pase nada. Habremos perdido otro lustro, o quizá otra década, y cuántos cadáveres -cuánta gente- se habrán podrido en el camino.

Hay que chillar, desde luego; vaciarse, sí, sin extinguirse. Hay que darle forma y rumbo a este huracán.


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