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Exilio, las flores del mal y los ejes rotos
Andrés Bianque
Miércoles 18 de febrero de 2009, puesto en línea por
La cordillera está siempre nevada, así quedó petrificada en el recuerdo. Jamás se transforma en agua, barro y brazo de río que apunta hacia el mar.
Infinita, amarga y dolorosa es la cicuta del destierro, exilio trastierro de macetas humanas.
Los que no van muriendo arrojándose a los trenes, colgándose en los bosques, ahogándose en los lagos, bares y mares, el destierro los va enloqueciendo en forma brutal, los va cambiando a tal punto que son simplemente otros. Puntos apartes, puntos finales de renglones cortados.
Árboles secos, concluidos en simple leña para alimentar la hoguera de los fracasados, de las ambiciones, de los que no pudieron, de los que fueron y nunca más serán.
Una avalancha de tiempo cae sobre los hombros, y los principios flaquean, las ganas se desvanecen, los seres humanos se vuelven insignificantes y no pueden detener nada, balas de semanas, círculos de años, rodajas de minutos van tapando y cortando inexorablemente todo. Las agujas del reloj, son dos brazos que van sofocando lentamente la respiración que se nota en el tono de las palabras, de las frases, de las oraciones y canciones, de los calendarios que son palimpsestos, papiros perdidos de antiguos reinos olvidados que no volverán jamás y del cual sólo quedará cierta memoria fracturada.
El pecho es una brújula rota que siempre apunta hacia nuestra casa, y un reloj de arena va sepultando y cubriendo los rostros.
Y uno se queda inquietamente inerte, absorto, mirando la ola gigante de arenas y almendras que lo va enterrando y uno grita callado, uno se va hundiendo hacia una nueva extraña superficie.
Y ya no somos los mismos de antes y los de antes ya no son los mismos. Todo quedó petrificado en la retina interna que trazó por última vez un último momento de pinturas oxidadas, de rostros deshojándose por el otoño del tiempo, de palabras disecadas, de miradas eternas. Tratando de abarcar con la vista lo que más se puede, tratando de pasar las manos por las barandas donde manos hermanas pasaron sus manos, por las caras. Dando abrazos como si se abrazara a la misma vida, pensando y temiendo que puede ser la última vez. Memorizando y guardando frases y palabras, apertrechándose de recuerdos para el largo viaje que se avecina y qué largo y seco se hace el desierto del destierro, que profundos se hacen los mares, que pesado se hace el cielo cuando se es una mera cometa empujada por vientos más fuertes
Y cuando uno cree que se le acabaron las lágrimas, sin mediar pena terrible o gigante, se rompe el dique de los ojos y, uno va llorando así como de memoria. Sin sonidos, sin gemidos, sin gritos, sin odios, sin maldecir, sin menospreciar nada, las lágrimas salen y corren y siguen saliendo y uno no se explica qué pasa, y se sienta impávido, yerto de adentros a observarse a si mismo como la frustración y el dolor son más grandes que las frases que dicen que todo va a estar bien. Nada de eso sirve para aliviarse, las lágrimas no entienden de cuentos y sentimos pena, infinita pena, pero de tan cansados, sólo observamos, sólo eso...Miramos a la distancia procurando siempre no encontrar el reflejo de nuestros rostros vencidos...
¿Qué estarán haciendo justo ahora? ¿Qué hora es allá? ¿Podrán ver la misma luna que observo yo en estas horas? Y todo es raro, todo es distinto, todo es al revés, o es el atraso de tiempos o la penosa ventaja de horas. Y cuando nosotros dormimos, ellos dejan que la tarde camine sobre sus cuerpos, y cuando la mañana nos despierta, la noche los acuna.
Y así, trasnochando los días, rebelándose contra el imperio del tiempo, nos quedamos hasta horas prohibidas e insensatas, única y exclusivamente para escuchar una voz lejana que se transforma en puente, solamente para leer líneas que suavizan los ojos, palabras que liman uno a uno los barrotes impuestos por el tiempo, y uno logra escapar esos momentos, y las voces, las postales, los correos, los mensajes son visitas dominicales prohibidas, que nos traen sonrisas envueltas.
A medida que pasan los días, éstos van construyendo un muro prácticamente infranqueable.
Cada día es un ladrillo, las semanas adarajas. Al principio saltamos con facilidad hacia el otro lado, pero a medida que el tiempo pasa, más y más alta se vuelve la muralla.
Lloramos, pateamos y gritamos y las paredes no hablan, sólo escuchan.
Después quedan ciertas ventanas por donde mirar, ciertas puertas por donde contrabandearnos de sueños y proyectos. Pero poco a poco van desapareciendo las ventanas, las puertas y las hendiduras, todo se va sellando, los meses y los años van amamantando al imperio del tiempo y este va sellando las fisuras hasta encontrarnos frente a un frío paredón, donde el tiempo fusilará anticipadamente cualquier intento de arraigo de raíces y uñas que arañan las praderas y los cielos, pidiendo, rezando y protestando por pedirle al tiempo que se devuelva tres pasos, tres años, tres pasos, treinta años.
Y el tiempo no escucha, no habla, no dice media palabra, sólo enseña su ancha espalda y avanza y avanza y no hay ruego, ni sueño, ni pena de amor o de patria que detenga la carreta del tiempo, donde no somos más que polizontes colgando de las barandillas pintadas de lustros, que se descascaran como un pedazo de acero arrojado a una noria olvidada.
Un insignificante mes es capaz de ensanchar el mar y alargar las orillas.
Cómo duele sentir el paso del tiempo, te aplasta, te ahoga, te empuja, te sofoca. Y no hay donde correr, donde esconderse, donde ocultarse. Como duele ese tiempo que pasa por entremedio de los dedos, por entre las manos, las canas, los huesos, los ligamentos que ya no atan con la misma tensión amorosa las cosas que ya no están, esas que se extrañan. Como duele el tiempo de amigos y compañeros muertos, de hermanas lejanas que ya no son las mismas, de camaradas que no nos recuerdan y aquellos que sí, empero tienen un sabor más importante que nosotros en sus miradas o sueños o aspiraciones.
Exilio, luego existo.
El pan sabe distinto, quizás es la tierra que lo amasa. El agua sabe distinta, quizás las nubes son de rebaños desconocidos. Los tomates son duros y de un sabor dulce que reivindica a aquellos que lo llaman fruta. El maíz es blando y azucarado, es más agua que maíz.
El sol abre la puerta del día por cerraduras distintas. El norte se vuelve inalcanzable, el sur un imposible.
Las mañanas, las tardes, las noches, los días y los meses saben a limbo, a cierto vacío de sensaciones que se estrellan contra claustros internos que no conducen a ningún lado.
Los árboles, aunque sean iguales, sólo se parecen a aquellos que recordamos, las plantas son otras, los jardines son otros.
Acurrucados en una esquina del tiempo y de algún meridiano accidental, se unen por el idioma, por un pedazo de tierra, por la coincidencia de grados y mapas, por cierto paño llamado bandera, por ciertos sueños muertos, por ciertos anhelos en constante especulación y preparación, la disgregada diáspora sitiada por años que fueron y que ya no serán. Encerrados y enjaulados en mazmorras, sótanos y celdas de tiempo que sólo dejan mirar el entorno, trazos pequeños de futuro y nada más.
Y uno quisiera mostrar tantas cosas, tantas cosas lindas que no tiene con quien conversarlas o admirarlas. Que las estatuas son oasis de poesía galvanizada en ciertos parques, que son poemas bruñidos que suavizan los ojos. De ciertas construcciones que son tiernas radiografías del estado fetal de la humanidad. O las fontanas donde se piden deseos, el deseo de volver, de que le vaya bien a esos hombres y mujeres que pagan hasta por un vaso de agua, y que uno no conoce pero, que los sufre en la distancia.
Que largas se hacen las noches, pensando en qué habrá más allá de las ventanas, que sólo devuelven reflejos con imágenes como chispazos intermitentes que se desvanecen tan rápidamente que duele.
Transformamos las casas en andenes, los departamentos en puertos, las habitaciones en muelles, donde esperamos con las maletas el día a día del partir, del ir. De salir volando, zarpar, correr, viajar al útero primario principal natural de nuestros orígenes. A pesar de saber que nadie nos espera, que somos fantasmas envueltos en ropajes de recuerdos que penan de vez en cuando a los vivos, a los del otro mundo, pero nada más.
Acaso meros fantasmas que habitan entre este mundo y el otro, arrastrando largas cadenas de eslabones rotos.
Y es que han tirado los cuerpos a las cuatro esquinas del círculo terrestre, pero vacíos, livianos, por allá quedaron anclados, empuñados, allá quedaron los sueños desangrándose en alguna esquina, oxidándose los corazones que se aferran a las cosas más comunes y también más sublimes. Una plaza, una calle, un parque, un hermano, una playa, un amigo, los tíos, los padres, los vecinos, los perros que ya no recuerdan nuestro olor, y de aquellos que nos recuerdan y no saben de nuestras canas, de nuestros kilos de más, de nuestras nuevas penas, de nuevos dolores, amores, sabores y colores.
Cierta flora y fauna desterrada a parajes ignotos, donde el canto de los pájaros no repite nuestros nombres, ni mucho menos el nombre de nuestros abuelos, nuestros antepasados. Y los árboles encumbran sus cejas verdes hacia el cielo a nuestro paso, preguntándole al viento, ¿Quiénes somos, de dónde hemos venido?
Es qué quizás somos cierto tipo de arbustos, de flores buscando suelos amables donde echar raíces, cierto tipo de estacas óseas marcando el ras de nuevo suelo, pidiendo prestado jardines ajenos, intentando meternos por entre las arrugas del tiempo y del cemento. Aún a sabiendas que la tierra, el agua y el sol darán frutos bastante distintos a las raíces originales. Híbridos de segunda generación.
Extraña maraña de vísceras que abonan los mares y los suelos, extraño entre los extraños, extranjero entre los extranjeros.
El espasmo político, social, económico es el arco que expulsa flechas desobedientes que no se conforman con ser estacas enterradas a un destino determinado.
Como se va deshojando la rosa de los vientos, como cada año es un pétalo muerto, como va naciendo una flor extraña amorfa, de otra forma, de otros sinos y destinos.
Como si fuésemos sobrevivientes de ciertas caravanas empujadas al destierro y por azar nos encontráramos en aristas simpáticas, pero ajenas a lo nuestro, donde no hemos puesto un ladrillo, no hemos sido más que suavizantes de adoquines prestados, ojos hundidos en cerámicas prestadas.
¿De qué sirve el mejor vino, el mejor Chardoeu sí se comparte con extraños?, con meros seres artificiales plantados a una mesa, porque no tenemos a nadie más, porque incluso, hasta hablan nuestro mismo idioma, o que las causas son parecidas, pero siempre se pierden en caminos o atajos distintos.
¿De qué sirve una mesa llena, si en mi pueblo se mueren de hambre? y que amargo sabe el pan cuando se sabe que falta todas las mañanas en tantas casas. ¿De qué sirve llenarse los bolsillos de esmeraldas, sí el pecho se transforma en cantera vacía por cada moneda tragada? Para qué las fiestas si las ventanas devuelven el reflejo de miles de gentes en penitencias constantes.
¿Cómo darle un orden exacto y ordenado a la redacción de penas y tristezas que levantan sus manos como niños en llanto, exaltados, intentando denunciar tanto golpe, tanto azote?
Tal vez el exilio es un estado de coma social. Un estadio repleto de gentes que observan callados la derrota, y que no se levantan a ninguna parte, porque no tienen donde ir.
¿Un estado severo de la pérdida de la conciencia?
Los signos vitales funcionan casi a la perfección, más no así la percepción de la realidad.
Se está en un limbo, tal vez en un purgatorio de imágenes que sabemos son sólo pasajeras, o nos aterra el imaginar que serán eternas o las últimas que nuestros ojos abrazarán antes de la siesta final, mortal de mortandad de muchedumbres que murieron raptados por ese pájaro-cigüeña inmenso y voraz que los abandonó en otras tierras como si fuesen hijos malditos, no deseados, porfiados o malformados.
Y no sólo de situaciones políticas vive y se nutre el exilio. No sólo son exiliados aquellos que blanden alguna bandera opuesta a la de turno. También se es exiliado cuando no se tiene ni para un par de zapatos bajo cierto tipo de sistema, y uno tiene que salir a buscar el pan, cuando en casa se le niega hasta el agua. También se es exiliado, cuando ciertos imperios voraces muerden los límites de nuestra tierra y nos obligan a largarnos y mirarlos desde lejos como se acomodan y marchan en nuestros jardines.
Exilio. ¿Narcosis política inyectada a la fuerza contra los músculos vencidos?
El pecho no se mueve, los ojos yertos son dos piedras muertas en el fondo de un río seco. Las manos a los costados son dos remos estáticos que no bogan hacia ninguna parte.
El tiempo se mete dentro de nosotros y va tensando más y más el cordón que nos une a la matriz que nos vio partir. Va tensando tanto que termina por cortarse. Y castrados, amputados de raíces, quedamos a la deriva, sin saber qué hacer con tanta maleta preparada, porque el volver significaría volver a empezar desde cero nuevamente y es que ya hemos empezado de nuevo tantas veces…
El destierro, el desplazamiento, se asemeja al desmembramiento de los brazos, piernas y troncos.
Sólo que los demás no lo notan, el afectado sí.
Y uno vuelve a ser niño nuevamente. El reaprender todo desde cero. El invertir días para ser capaz de saludar y despedirse. Decir gracias o de nada.
Se es un tipo de ciego que ve, que todo lo ve, pero en pasado, nada en presente, las imágenes son insulsas, lejanas, extrañas, difíciles, sin colores conocidos. Todo es nuevo, y sin lazarillos cuesta bastante encontrar los caminos, calles, y atajos.
Los países que reciben a los extranjeros podrían ser como esas tías buenas distantes, padrinos del otro lado del charco que velarán un tiempo por algún pariente lejano en desgracia.
Pero al rato, los problemas. Comienzan los divorcios, los engaños, las deserciones, las injusticias, los malos tratos, los hijos extras con los dueños de casa, o las mujeres se transforman en esclavas asalariadas ó prostitutas, los hombres ó en esclavos del empresariado, traficantes, ladrones, alcohólicos o cesantes constantes. Las traiciones, las delaciones, el aburguesamiento, el odio parido contra el partido o contra el lugar en que se ha nacido.
Son pocas las excepciones positivas, muy, pero muy pocas
Y transformados en extranjeros, somos el anillo al dedo, el rabillo al cepo para ciertos señores. Nuestra presencia sirve para unir discursos nacionalistas que pretenden justificar la mediocridad de la economía, achacándosela a los inmigrantes o foráneos.
Accidentales detalles de la geografía subterránea que pocos ven.
Ballenas que si no dan carne, dan jabón o aceite para limpiar e iluminar las calles.
El exilio parece ser una vivisección emocional brutal. Brutal machetazo sobre el tallo que nos sostiene, feroz zarpazo introspectivo, retrospectivo. La autoestima se daña tanto que parece un niño severamente abusado, el cual se esconde debajo de las mesas, debajo de las camas, debajo del silencio de no decir mucho hacia fuera, pero sí hacia adentro.
¿Por qué estoy aquí, por qué a mí? ¿Valió la pena todo lo obrado, luchar por ciertas causas? ¿Sirve de algo tanto sacrificio? ¿Volver, reempezar? ¿Acertado, incorrecto?
En esa carnicería emocional es cuando muchos sucumben, jamás serán los mismos seres queridos o de partidos o paridos, sí logran sobrevivir.
No es fácil estar lejos, no es fácil estar solo, no lo es. También se pasa mal por estos lados, no todo lo que brilla es oro, también los pisos fregados con sudor, también las copas con lágrimas plateadas.
Aquí también se sabe cuánto pesan los grilletes, cuan filoso puede ser el látigo. Cuan humillado se puede llegar a estar, por no recordar la palabra exacta, el modismo o la frase precisa en algún idioma que no sea el maternal.
Parece imposible cuantificar el daño psicológico, la radiación sensorial a la que se ha sido expuesto. Cortes de sombra, cuchilladas de luz congelada sobre las sienes, palabrazos racistas que rompen los tímpanos, miradas como espinas en los ojos.
Y el interior todo arañado como jaulas estrechas de animales irracionales que sólo desean escapar, volver y despertar de esta pesadilla extraña.
Pero el dinero es cierta pasta con la cual muchos reparan sus jaulas laceradas, se van olvidando y reconstruyendo de otra nueva vieja manera. Olvidan tanto que terminan odiando sus orígenes, aborígenes, ideales y ahora son cierto tipo de casta superior, a razón de su pasada o presente impuesta extraterritorialidad.
Olvidar y no mirar para atrás y si se hace, es una mirada mordida de rabia o endulzada con la miel de la idealización.
Piedra angular de los humanos, el instinto de sobrevivencia, la sabia capacidad de adecuarse, acostumbrarse, incluso, llegar a amar a quien no se ama.