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ESTADOS UNIDOS - Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina: rupturas, reacción y la ilusión del tiempo pasado
James Petras, Rebelión
Martes 14 de noviembre de 2006, puesto en línea por
Introducción
Muchos escritores, periodistas, altos cargos públicos y académicos de la derecha y la izquierda han observado cambios en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Los de la derecha se lamentan del ’final de la hegemonía estadounidense’, del crecimiento de una ’Nueva Izquierda’, de la ’reactivación del populismo’ y de la ’pérdida de la influencia estadounidense’. Los de la izquierda presagian los supuestos cambios como un momento de progresivo re-alineamiento regional. La derecha habla con pesimismo de las amenazas a ’la seguridad nacional y a la democracia’, y al acceso a la energía y a otros recursos. Un sector de la izquierda afirma percibir un nuevo ’eje regional de contra-hegemonía’ dirigido por Cuba, Venezuela y Bolivia que está barriendo el continente. Mientras otros prudentes observadores conservadores sostienen que una amplia alternativa de ’centro-izquierda’ dirigida por regímenes ’social democráticos’ como Brasil, Chile, Argentina, Perú y Uruguay está sustituyendo a los aliados tradicionales de Estados Unidos y desafiando tanto a los regímenes de izquierda como a las políticas estadounidenses del pasado.
Dentro del gobierno estadounidense, los políticos se centran en aislar y desestabilizar a la izquierda, en minimizar los retos desde el centro-izquierda y destacen la continuidad política y las oportunidades económicas con los regímenes neoliberales.
Frente a valoraciones radicalmente diferentes acerca de la fortaleza o debilidad de la influencia estadounidense en América Latina, se necesita un análisis independiente del contexto histórico para cuantificar el ascenso o decadencia del poder estadounidense. Esto requiere una valoración seria, que evite generalizaciones rimbombantes y examine aspectos específicos, áreas y coyunturas particulares en los que se producen acuerdos y desacuerdos entre Estados Unidos y América Latina. Esto incluye observar cómo se resuelven las diferencias, así como las convergencias y divergencias estructurales.
Continuismo y expansión de la influencia estadounidense
Contrariamente a la opinión de muchos expertos de la izquierda y extrema derecha, hay muchas áreas en las que la influencia estadounidense de hecho se ha incrementado en los últimos años.
Acuerdos bilaterales de libre comercio
Estados Unidos ha establecido acuerdos bilaterales de libre comercio con Perú, Colombia, América Central, México, Chile, Uruguay y la mayoría de los Estados del Caribe. Lo que es significativo respecto a estos acuerdos es que Washington no tuvo que hacer concesión alguna en su sector de exportaciones agrícolas fuertemente subvencionado ni tuvo que levantar sus cuotas de importación a más de 200 productos. Por otra parte, Washington obtuvo entrada libre en los sectores financieros, de servicios, alta tecnología, sanidad, educación y mediático de sus homólogos. En una palabra, los acuerdos comerciales bilaterales fueron enormemente asimétricos y beneficiosos para las multinacionales estadounidenses y los productores nacionales no competitivos.
Bases militares y programa de adiestramiento
En los últimos cinco años Washington ha ampliado el número de las bases militares y de operaciones militares conjuntas en América Latina. En 2005 se estableció en Paraguay una enorme base militar y cuartel general de operaciones, y se ha llegado a un acuerdo con Uruguay para un nuevo programa de adiestramiento militar con prestaciones locales. Todavía hay bases militares estadounidenses operativas en Ecuador (Manta), Brasil, El Salvador, Aruba y Colombia. En todos los países de América Latina, excepto Cuba y Venezuela, se producen operaciones militares conjuntas y programas de adiestramiento estadounidenses. Las ventas de armas y la ayuda militar a todos lo regímenes de "centro-izquierda", excepto Venezuela, no han disminuido en lo más mínimo. El personal de la DEA [Agencia estadounidense contra la droga] y los asesores militares estadounidenses circulan por toda América Latina y operan libremente dentro de las oficinas de seguridad e inteligencia.
Presencia económica
Los negocios, bancos e inversores en el extranjero estadounidenses siguen floreciendo en América Latina, sin que nadie les moleste y con fuertes beneficios, pagos de la deuda completos y puntuales, y con nuevas oportunidades de pujar por lucrativas empresas públicas que son objeto de privatizaciones. Las empresas estadounidenses de energía y de materias primas han obtenido beneficios sin precedentes de los históricos altos precios mundiales de los metales y productos petrolíferos. La parte relativa estadounidenses en las exportaciones de América Latina, las empresas privatizadas y los bancos y beneficios han disminuido debido a la creciente presencia de multimillonarios latinoamericanos y de inversores y compradores europeos, chinos y de otros países asiáticos. La competencia capitalista que tiene como resultado un declive relativo de la presencia económica estadounidenses no es un juego equitativo.
Conformidad ideológica: la supremacía neo-liberal
Aunque la mayoría de los partidos de América Latina que se presentan a elecciones continúan criticando el ’neo-liberalismo’ durante la campaña electoral, pocos, si no alguno, renuncian a la doctrina del libre mercado una vez que llegan al poder. Todos los regímenes elegidos recientemente ya han tenido que dar marcha atrás al proceso de privatización del periodo entre 1970-2001. Todos los regímenes han seguido disminuyendo las barreras arancelarias o apoyándolo -no ha aumentado una nueva legislación proteccionista. En las actuales Rondas de Comercio Mundial de Doha, todos los principales países de América Latina han estado presionado por una mayor liberalización del comercio, más aún que Estados Unidos. La mayoría de los regímenes de ’centro-izquierda’ han aprobado recientemente legislaciones que privatizan los fondos de pensiones, que ’liberalizan’ la legislación laboral (con pérdidas de las protecciones laborales al empleo) y que facilitan la entrada de capital extranjero. Las políticas fiscales y presupuestarias han estado muy en la línea de las directrices del FMI, mucho más que en Estados Unidos.
En conclusión, existen sustanciales continuidades estructurales, ideológicas y políticas con el pasado que apoyan la continua dominación estadounidense y la hegemonía de la elite en la mayoría, aunque no en todos, los países de América Latina.
Nuevas realidades: cambios relativos
Para comprender la exagerada opinión que afirma ver un importante declive en la hegemonía estadounidense, es importante contextualizar la actual década dentro del pasado reciente. Para valorar correctamente la realidad hoy, tenemos que compara tres periodos de tiempo: de los sesenta a principios de los setenta; de mitad de los setenta a 1999; el periodo 2000-2002 y el actual periodo 2003-2006/7.
Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina en perspectiva histórica- de los sesenta a principios de los setenta
Este periodo se caracterizó por una serie de graves amenazas a la hegemonía estadounidense. Durante la mayor parte de la década, los regímenes políticos, los movimientos socio-políticos y político-militares desafiaron los cimientos de la base estructural (propiedad), ideológicos y de política exterior de la hegemonía estadounidense. En muchos países el poder estadounidense declinó sustancialmente y su capacidad para movilizar al continente en defensa de su imperio global se redujo. En Chile fue elegido un gobierno socialista, y con la aprobación unánime del Congreso se procedió a nacionalizar las minas de cobre que eran propiedad de Estados Unidos y se aceleró una reforma agraria que expropió tanto las tierras a los terratenientes, históricamente aliados con Estados Unidos, como bancos privados, fabricas e instalaciones petrolíferas que eran propiedad de una elite chilena pro-estadounidense y de hombres de negocios estadounidenses. Con el socialista presidente Allende, Chile se unió al movimiento de los países no alineados, rompió el embargo estadounidense a Cuba y desarrolló unas estrechas relaciones de trabajo con otros regímenes nacionalistas en América Latina.
En Bolivia, Perú y Ecuador regímenes militares nacionalistas expropiaron empresas petrolíferas y mineras estadounidenses, adoptaron políticas exteriores independientes y ampliaron las relaciones con los países comunistas, y trataron de pertenecer al movimiento de los no-alineados. En Argentina un nacionalista movimiento peronista llegó al poder respaldado por sectores del movimiento de la guerrilla y adoptó una política exterior nacionalista, mientras que una radicalizada clase trabajadora de masas cambió del populismo nacionalista al socialismo. En México la presión de los movimientos nacionalista y agrario bloqueó los intentos de romper relaciones con Cuba y de privatizar las empresas públicas. En Cuba el gobierno revolucionario procedió a expropiar todas las empresas estadounidenses, se alió con el Bloque Soviético y apoyó movimientos revolucionarios en América Latina, África y Asia. En Brasil los movimientos populares presionaron al gobierno Goulart hacia un nacionalismo radical y hacia políticas de reforma agraria y una política exterior independiente.
Una comparación entre el momento actual, 2003-2006, y 1960-1975 demuestra que Estados Unidos ciertamente ha fortalecido su postura en América Latina prácticamente en cualquier aspecto: por toda la zona regímenes neoliberales han reemplazado a regímenes socialistas y nacionalistas. Lo que hoy se considera ’nacionalismo’ o ’radicalismo’ en América Latina no se parece en nada a sus homólogos de hace unos años: no ha tenido lugar ninguna expropiación importante (ni no importante) de propiedades estadounidenses. Ningún régimen de ’centro-izquierda’ ha re-nacionalizado empresas extranjeras, ni siquiera las que fueron privatizadas en circunstancia dudosas. En términos de política exterior Cuba ya no apoya a los movimientos revolucionarios, ni siquiera a alternativas radicales en la mayoría de los países de América Latina (tiene excelentes relaciones con el ultraderechista régimen colombiano mientras que se opone a la guerrilla del FARC; apoya la reelección del presidente brasileño de centro-derecha Lula Da Silva contra la candidata izquierdista Helena Heloisa). Desde una perspectiva histórica es falso analíticamente y en relación a los hechos afirmar que el poder estadounidense en América Latina ha declinada si enmarcamos la discusión en términos comparativos de 1960-1975 y 2001-2006.
Golpes y revocamientos: la resurgencia del poder estadounidense -1976-década de los ochenta
Empezando por el golpe militar respaldado por Estados Unidos en Brasil en 1964, la invasión de la República Dominicana en 1965 y continuando con una serie de tomas de poder militares respaldadas por la CIA en Bolivia (1971), Uruguay (1972/3), Chile (1973), Perú (1975) y Argentina (1976), Washington re-estableció su poder y revocó la legislación y las políticas que afectaban adversamente a sus poseedores de gran poder y a su hegemonía en política exterior. Todas las nuevas dictaduras recibieron fondos a gran escala del gobierno de Estados Unidos, fácil acceso a préstamos del Banco Mundial y del FMI (empezando así el descomunal ciclo de la deuda) para muchas empresas dudosas a cambio de reprimir a toda la oposición nacionalista, socialista, democrática y popular. Todos y cada uno de los regímenes rompieron relaciones con Cuba, con el movimiento de países no alineados y se alinearon con Estados Unidos en todos los foros internacionales. Los regímenes militares procedieron a desnacionalizar la economía, a abolir la legislación laboral favorable a los trabajadores, a revocar los programas de distribución de la tierra y a promover crecimiento orientado a la exportación en el ’libre mercado’ a expensas de la producción para los mercados locales. Entraron las inversiones europeas y estadounidenses a gran escala y a largo plazo, y en la mayoría de los casos procedieron a comprar empresas publicas y privadas locales. La desregularización de la economía llevó al crecimiento de entradas fáciles y a la huida rápida del capital especulativo. En el más profundo sentido, aquello fue más libre mercado que golpes militares, y los militares fueron un instrumento de aquel.
El único punto de contención estaba en América Central donde el Movimiento Sandinista de Liberación Nacional derrocó a la dictadura de Somoza apoyada durante muchos años por Estados Unidos, y poderosos movimientos de guerrilla basados en indios y campesinos en El Salvador y Guatemala desafiaron la dominación estadounidense. A principios de los noventa fuerzas político-militares respaldadas por Estados Unidos derrocaron a los sandinistas, transformaron a las guerrillas de El Salvador en partidos políticos y masacraron a los insurgentes indios en Guatemala.
El periodo comprendido entre 1976 y la década de los ochenta fue el capítulo inaugural de la ’Edad Dorada’ del poder estadounidense: con sumisos dirigentes dictatoriales y clientes en el poder, se instalaron políticas que promovieron aperturas a gran escala a la explotación de minerales y energía en términos extremadamente favorables (’estabilidad política’) e impusieron una obediencia incuestionable a las posturas de la política exterior estadounidense.
El giro abrupto y generalizado de las políticas de América Latina a favor de los intereses políticos y económicos estadounidenses llevó a una mayor polarización social, a desigualdades que aumentaron enormemente y a un dramático incremento del desempleo y la pobreza. El descontento a gran escala de las masas estalló en Chile a mediados de los ochenta, en Argentina a principios de los ochenta (en gran parte debido a la derrota militar de la dictadura en la Guerra de las Islas Malvinas/Falkland contra Gran Bretaña), en Bolivia durante 1984/5 y en otros lugares. La oposición a las dictaduras militares-autoritarias fue diversa y las demandas variadas. Las demandas de las clases populares fueron una vuelta a la democracia y el reestablecimiento del régimen nacionalista de bienestar. Entre las clases medias las demandas fueron de elecciones libres, libertades individuales, y entre la clase alta y media, mayor poder e ingresos. Para la elite burguesa la demanda fue de elecciones libres y una liberalización y privatización aceleradas, incluyendo las muchas empresas controladas por los militares. Como resultado de la presión popular, los militares cedieron poder a un régimen electoral controlado por la elite a cambio de impunidad, de la irreversibilidad de las privatizaciones que habían tenido lugar y del mantenimiento de las propiedades y relaciones de clase existentes. Aunque el ímpetu para el cambio de régimen vino mayoritariamente de abajo (trabajadores y clase media), el liderazgo y dirección de la política fueron conferidos a manos de políticos en deuda con la burguesía liberal.
La Edad Dorada del dominio estadounidense: 1990-2001
Todos los indicadores políticos y estructurales del periodo 1975-1989 apuntan a una recuperación y expansión sustancial del poder estadounidense en América Latina respecto a la década anterior. La década siguiente, el periodo de la restauración de los regímenes electorales, profundizó, expandió y aparentemente consolidó la supremacía del dominio estadounidense. Los movimientos populares anti-dictatoriales estuvieron subordinados a los partidos electorales comprometidos con políticas liberales que favorecían a los bancos y a las corporaciones multinacionales de Estados Unidos, Europa y Asia. Apoyaron la política exterior estadounidense y se alinearon estrechamente con las oligarquías internas financieras y del ámbito de los negocios. Nunca en el siglo XX hubo en menos de una década tantos monopolios públicos transferidos a inversores privados nacionales y extranjeros, en tantos países y que cubrían una selección tan amplia de sectores. Nunca hubo tanta riqueza (que llegaba a casi 900.000 millones de dólares) en pago de intereses, beneficios, royalties y activos que se la apropiaron corporaciones multinacionales estadounidenses, europeas y asiáticas en el curso de una década (1991-2001).
Washington y Bruselas pudieron afirmar cínica y literalmente que esto fue verdaderamente una ’Edad Dorada’. Como el pillaje lo facilitaban los regímenes electorales, Washington y Bruselas consideraron estas masivas transferencias de riqueza ’legítimas’ políticas de ’liberalización’, sin importar lo asimétricos que fueran los beneficios, sin importar lo grandes que fueran la emergentes desigualdades, sin importar lo grande que fuera el crecimiento de la pobreza y el éxodo de profesionales, de trabajadores cualificados y no cualificados, pequeños granjeros y campesinos.
Varios factores internacionales favorecieron esta combinación de elecciones libres y pillaje privado. Entre ellos está el desmoronamiento del comunismo en la antigua Unión Soviética y en Europa del Este, la anexión de Alemania del Este y la conversión de sus dirigentes en clientes de Occidente (Yeltsin, Havel, Walesa y otros), que eliminaron fuentes alternativas de comercio y ayuda, y desviaron la balaza de poder hacia Estados Unidos. La profunda crisis económica en Cuba resultante de ello llevó a un vigoroso giro interno para evitar el desmoronamiento, redujo su apoyo a movimientos de izquierda en América Latina y redujo su atractivo como modelo de desarrollo. Los bajos precios de las materias primas debilitaron los ingresos del Estado y fortalecieron la postura de los abogados liberales de la privatización y del FMI.
China estaba moviéndose hacia la integración en el mercado mundial y todavía no estaba en posición de proporcionar un mercado alternativo o una fuente de financiación externa. Oriente Medio estaban ’bajo control’. Irán estaba debilitado por la invasión de
Iraq, Sadam Husein estaba neutralizado por la Guerra del Golfo e Israel estaba atacando salvajemente el levantamiento de la Primera Intifada. Los movimientos de guerrilla de América Central fueron domesticados e integrados en la política electoral dominada por los clientes neoliberales de Estados Unidos. Chávez fue elegido sólo a finales de los noventa (1998) y todavía faltaban varios años para que adoptara su agenda de bienestar nacionalista.
Más importante, Washington había respaldado con éxito a una sarta de clientes ’ideales’ en los países más grandes y económicamente más ricos de América Latina. Carlos Menem en Argentina privatizó más empresas públicas por medio de decretos ejecutivos (más de mil) que ningún otro presidente en la historia del país. Fernando Henrique Cardoso en Brasil privatizó las empresas estatales más lucrativas, incluyendo la mina de acero del Vale del Doce por 400 millones de dólares (su valor de mercado en 2006 es de más de 10.000 millones de dólares con beneficios anuales que exceden el 25%), bancos, telecomunicaciones, petróleo y muchas otras empresas estatales que se convirtieron en monopolios de propiedad extranjera. En México, tras unas elecciones fraudulentas Carlos Salinas privatizó más de 110 empresas públicas, abrió las fronteras para subvencionar las exportaciones agrícolas estadounidenses -lo que arruinó a más de un millón y medio de campesinos y productores de maíz, alubias, arroz y de aves de corral- y firmó el Acuerdo de Libre Mercado de Norteamérica, que autorizaba a Estados Unidos a apoderarse de los sectores del comercio al por menor, del sector inmobiliario, la agricultura, la industria, la banca y de las comunicaciones. Esquemas similares de adquisiciones extranjeras se hicieron evidentes por toda la región, especialmente en Ecuador, Chile, Perú, Bolivia y Colombia donde se privatizaron y desnacionalizaron lucrativas empresas de gas, petróleo y mineras.
En sus informes anuales a durante todos los noventa tanto el FMI como el Banco Mundial describen a estos regímenes como ’modelos ejemplares y con éxito’ que hay que emular por todo el mundo. Washington y la Comunidad Económica Europea consideraron éste un periodo de ingresos y beneficios excepcionales, facilitado por regímenes extremadamente acomodaticios que promovieron la liberalización espontánea como norma para el futuro. Todo aquello que se desviara del ’Periodo Dorado’ sería considerado anormal, inaceptable, amenazador, antidemocrático y desfavorable para los inversores.
Crisis y desmoronamiento de los clientes respaldados por Estados Unidos: el fin de la Edad Dorada
Aferrados a los ’buenos tiempos’ y a la retórica de ’elecciones libres y mercados libres’, ni el Banco Mundial o el FMI, Washington y la Unión Europea anticiparon los masivos levantamientos populares y revueltas electorales de finales de los noventa durante toda la primera mitad de la década siguiente (1999-2006), que derrocaron o rechazaron a cada uno de los clientes de Estados Unidos.
En Ecuador tres levantamientos populares sustituyeron a presidentes neo-liberales, lo que bloqueó la privatización del gas y del petróleo así como la firma del Acuerdo de Libre Comercio de América Latina. En Argentina, en diciembre de 2001, ante el desmoronamiento financiero, el congelamiento de las cuentas de millones de personas y una profunda recesión económica, una rebelión popular de masas derrocó al presidente en ejercicio De la Rua y a tres de quienes aspiraban a ser sus ’sucesores’. En Bolivia, tres sangrientas insurrecciones populares en enero de 2000, octubre de 2003 y junio de 2005 llevaron al derrocamiento de dos de los más obedientes y serviles clientes de Washington - Sánchez de Losado y su vice-presidente Carlos Mesa, ambos bien conocidos privatizadores y poco estrictos reguladores de las actividades tributarias, fiscales y de contrabando por parte de las corporaciones multinacionales extranjeras. En Brasil, las presiones de las masas dirigidas por el movimiento de campesinos (MST) y los descontentos urbanos llevó a la derrota del partido del presidente en ejercicio Cardoso y a la elección del aparentemente social-demócrata Lula Da Silva.
Lo más importante de todo, los esfuerzos de Washington para desestabilizar al presidente de Venezuela, Chávez, por oponerse a la política de guerra en Oriente Medio del gobierno Bush y el subsiguiente respaldo estadounidense al fallido golpe de Estado, radicalizó a Chávez y a sus partidarios.
La ’Edad Dorada’ de Washington llevó a un creciente grado de hostilidad hacia los clientes de Estados Unidos y hacia las políticas de libre mercado que ellos proseguían. Fueron precisamente las condiciones y políticas, que favorecieron los negocios, al ejército y bancos estadounidenses, las que hicieron de detonante de los levantamientos populares.
Por toda la región, muchos de los dirigentes de las rebeliones e insurrecciones sociales pidieron la re-nacionalización de empresas privatizadas, la re-negociación de sus contratos con las corporaciones multinacionales, la vuelta al control estatal de bancos de propiedad extranjera y acciones judiciales contra miembros del gobierno cómplices de la privatización y de la sangrienta represión de quienes protestaban. En Venezuela, los movimientos sociales pidieron acciones judiciales contra los golpistas respaldados por Estados Unidos y la ’re-nacionalización’ de la compañía petrolífera propiedad del Estado (sustitución de 10. 000 cargos públicos de la empresa petrolífera vinculados a corporaciones multinacionales estadounidenses).
El periodo 2000-2003 fue testigo de un fuerte declive del poder estadounidense, particularmente de la pérdida de regímenes cliente vitales y de una importante amenaza a la privilegiada posición de los bancos multinacionales, de las industrias petrolíferas y de telecomunicaciones estadounidenses y de la CEE.
En Colombia, el dirigente cliente de Estados Unidos, el presidente Pastrana se enfrentó al avance del ejército de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y, en menor grado, al Ejército de Liberación Nacional, así como a un sindicato y una oposición de base campesina al ’Plan Colombia’ creado y financiado por Estados Unidos, y a las políticas de libre mercado.
A pesar del alcance y profundidad de las protestas de masas y del éxito de los movimientos populares en derrocar a los regímenes pro-estadounidenses, los cimientos políticos y económicos del poder estadounidense en el hemisferio resultaron dañados pero no destrozados. Mientras que sectores del aparato de Estado asociados a los desacreditados regímenes cliente de Estados Unidos se veían obligados a dimitir, el ejército, el sistema judicial, la policía y ministerios civiles permanecieron intactos. Aunque algunos de los principales capitalistas cleptómanos llevaban al extranjeros sus activos líquidos ganados ilegalmente, la mayoría de ellos adoptaron temporalmente un perfil bajo, en espera de momentos más propicios para reiniciar las operaciones.
Lo que es más importante para los intereses estratégicos de Washington, los poderosos movimientos populares no fueron capaces, o no estaban preparados para ello, de tomar el poder del Estado y de hacer una clara ruptura con el modelo neo-liberal de libre mercado. En todos y cada uno de los casos en los que caía un destacado dirigente cliente de Estados Unidos, fueron reemplazados por un nuevo presidente que, por necesidad, adoptó un retórica más anti-neo-liberal y, en algunos casos, eliminó o reemplazó a algunas de las figuras más odiadas del régimen anterior, pero permaneció dentro de los parámetros políticos y de clase del régimen anterior. Especialmente antes e inmediatamente después de tomar el poder, estas nuevas elites políticas adoptaron una postura que las situaba a sí mismas en el ’centro-izquierda’, no demasiado diferente de la postura de la ’Tercera Vía’ de sus homólogos europeos.
Aparentemente a Washington le pilló por sorpresa la rapidez y facilidad con la que sus clientes fueron borrados del poder. Creyendo en su propia retórica triunfalista acerca del ’fin de la historia’ con el advenimiento de regímenes que aceptaban el libre mercado y las elecciones libres, Washington fue incapaz de defender a sus clientes. En muchas ocasiones los propios estadounidenses desacreditaron a su alternativa favorita de derecha, que había sido convocada a toda prisa para reemplazar a sus títeres caídos. Al carecer de capital político, fueron incapaces de llenar el vacío político. Dentro del gobierno Bush, especialmente entre los cargos del Departamento de Estado (muchos con unos antecedentes de exilio cubano), la respuesta inicial fue de hostilidad generalizada y de aprensión no solo hacia las rebeliones a gran escala sino también a los emergentes regímenes de centro-izquierda. La única excepción fue el ultra-neo-liberal régimen ’socialista’ chileno, que incluso tuvo el apoyo de extremistas como Otto Reich.
Durante todo el periodo 2000-2002, Washington hizo pocos intentos de reconocer los importantes cambios políticos y económicos que han tenido lugar tanto internacionalmente como en América Latina, para ajustar las ambiciones del Imperio estadounidense.
La Época Dorada de pillaje de los noventa cegó a Washington ante la nueva polarización política y social. Como resultado de ello, quedaron aislados la mayoría de sus clientes políticos. Al haber crecido acostumbrado a un fácil acceso y dependiente de una inteligencia cosechada en complacientes ministerios de Defensa e Interior, Washington no estaba preparado para cambiar de política antes de la caída.
Peor aún, la profunda crisis económica y el desmoronamiento de 2000-2001 cambió la balanza de fuerzas dentro de los países de América Latina en un sentido, que hizo prácticamente imposible continuar con la política, ideología y política económica de los noventa.
Las nuevas realidades del siglo XXI
Washington y sus socios de negocios se niegan a reconocer que los noventas fueron un periodo excepcional basado en una constelación particular de circunstancias, que fueron transitorias y no completamente reproducibles.
El miedo que generó las dictaduras militares sobre la opinión popular en los setenta ya no paralizaba a los movimientos de masas -la nueva generación no había sufrido las torturas, la cárcel y el asesinato masivo; sus principales experiencias formativas fueron la movilidad descendente, el desmoronamiento financiero, la pérdida de los ahorros y el
’no futuro’.
El principio de los noventa fue testigo de la introducción de profundas políticas neo-liberales con grandiosas promesas de prosperidad compartida, de entrada en el Primer Mundo, acceso al crédito barato y importaciones de bienes de económicos de consumo a bajo coste. Para finales de la década, ninguna de las promesas de elevar el nivel de vida había cristalizado para la gran masa de las clases trabajadora y asalariada. Las políticas de libre mercado llevaron a la bancarrota a millones de campesinos y pequeños granjeros; más de la mitad de los trabajadores del sector industrial fueron empujados al sector informal. La desregularización llevó a quiebras de los bancos, al fraude y a la pérdida masiva de los ahorros de la clase media. Las empresas estatales privatizadas despidieron a los trabajadores, cerraron las empresas filiales que no daban beneficios y la mayoría de los trabajadores fijos fueron reemplazados por ’trabajadores contratados’.
Las ilusiones colectivas en torno a la ’prosperidad y los mercados libres’ se convirtieron en un amargo e irritado sentimiento de decepción colectiva. Washington, sin embargo, continuó viviendo con la ilusión de que las masas seguían estando embelesadas con el pillaje y la pobreza, y de que los extremismos de fuera eran responsables del malestar.
La más extraña expresión de denegación de Washington se encontró en las valoraciones que el FMI y Banco Mundial hacían del desmoronamiento de los regímenes cliente y de los levantamientos populares: ¡las ’reformas económicas’ no habían sido completamente implementadas de la manera oportuna! El mensaje a los clientes de América Latina era ’continuar’ - solo que no había agencias pro-estadounidenses viables para reanudar la política de la ’Época Dorada’.
Paralelamente a los vastos cambios políticos y económicos dentro de América Latina, con la política de la ’Época Dorada’ ya no en práctica, fuera de América Latina estaban teniendo lugar cambios significativos. La negativa de Washington a ajustarse a la tasa, los cambios en la política de bienestar social y exterior de Venezuela llevaron a este país a otro golpe militar en abril de 2002, a un cierre patronal en los negociosos y el petróleo a finales de ese año y a una fuerte intervención financiando y promoviendo frentes electorales para derrocar al presidente Chávez. Cada uno de los intentos fallidos de Washington radicalizaron más la política interior y exterior del gobierno venezolano mientras eliminaba importantes activos políticos estadounidenses. Chávez llevó su caso a América Latina; se disparó la aprobación popular y los nuevos regímenes de ’centro-izquierda’ firmaron lucrativos negocios de comercio y energía. Lejos de adaptarse al inicial grupo limitado de cambios propuesto por Chávez, el fracaso de los programas de desestabilización de Washington extendió la influencia de Venezuela y fortaleció el atractivo de su políticas estatales de bienestar por toda América Latina. El factor Chávez fue en gran parte un influyente contrapeso para Estados Unidos debido al enorme incremento de los precios de l petróleo durante el periodo 2002-2006, cuatro y cinco veces su precio en los noventa.
Igualmente importante, el nuevo periodo vio un enorme incremento de los precios de todas los productos más importantes -como cobre, níquel, soja carne, grano, oro y plata, así como otros materiales brutos que doblaron o triplicaron sus precios, en gran parte debido al dinámico crecimiento de dos dígitos de la industria china. De hecho, hubo un boom por toda Asía ya que los grandes importadores de materiales brutos se recuperaban de la crisis y recesión de finales de los noventa: India creció más del 6%, Japón se recuperó de su ’década perdida’ y Corea del Norte superó su crisis económica de 1997. Asimismo, el incremento de la demanda hizo subir los precios del petróleo lo que añadió ingresos y liquidez a los países productores de petróleo en Oriente Medio, América Latina y partes de África.
Estados Unidos perdió en parte su influencia económica basada en la refinanciación de la deuda, el dominio comercial y su monopolio tecnológico. La diversificación comercial y de inversiones de los nuevos regímenes de ’centro-izquierda’ se basaba en mantener el marco neo-liberal pero trabajando en él con nuevos socios asiáticos. Los intentos de Washington de utilizar el ’bastón económico’ de los noventa fue menos eficaces (excepto para los dirigentes de los más clientes países pequeños) en dictar la política a las grandes naciones latinoamericanas. Sin embargo, Washington persistió en presionar.
Los nuevos y más diversos patrones comerciales, la crisis económica en América Latina y los crecientes movimientos populares significaron que se ponían a prueba los intentos de Washington de imponer una posición privilegiada a América Latina vía el denominado Área de Libre Comercio de América Latina (ALCA). Brasil, Argentina, Venezuela, Ecuador y Bolivia rechazaron la naturaleza unilateral del ALCA, con la que Washington insistía en que los países de América Latina bajaran todas las barreras económicas en todos los sectores comerciales mientras que Washington podría seguir suministrando 21.000 de dólares en subsidios agrícolas, cupos a más de 200 productos exportables de América Latina y el descarado uso de barreras ’no-tradicionales’ al comercio.
Clinton inició el ALCA e hizo que México firmara el NAFTA a principios de los noventa - la Época Dorada del Pillaje. Enfrentado a una resistencia a escala del continente, Bush se volvió hacia acuerdos bilaterales de libre comercio con dirigentes cliente en América Central, el Caribe y, en América Latina, con Perú, Colombia y Chile. En vez de reconocer las nuevas realidades y la necesidad de desarrollar acuerdos comerciales basados en unas relaciones más simétricas con los nuevos regímenes de centro-izquierda neoliberales, Washington persistió en sacrificar vastas oportunidades económicas por exportaciones no agrícolas, especialmente hacia Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador.
Washington falló particularmente al no tener en cuenta los vastos cambios en el medio internacional. Rusia ya no estaba gobernada por su borracho cliente, el presidente Boris Yeltsin, rodeado de gángsteres cleptómanos empeñados en saquear el país y en complacer todas y cada una de las políticas emanadas de Washington. Bajo el presidente Vladimir Putin el capitalismo ruso se normalizó: se buscó de forma sistemática y coherente la riqueza, el crecimiento, el nivel de vida y los intereses nacionales. El boom de los precios del gas, del petróleo y de otros materiales brutos alimentaron la recuperación de la industria rusa y su búsqueda de mercados externos. Una vez más, Rusia emergió como una potencial inversión alternativa y socio comercial para los países de América Latina, especialmente en los campos del desarrollo energético, la compra de armas y las empresas conjuntas.
Como se dijo antes, el voraz apetito de China de materiales brutos abrió un mercado alternativo y oportunidades de inversión para las industrias latinoamericanas. Washington no reconoció que Rusia y los países asiáticos debilitaban la hegemonía estadounidense en América Latina y persistió en fomentar anticuadas propuestas de ’integración’ que no tenían en cuenta la nueva dinámica económica global.
Incluso las frecuentemente ejercidas en el pasado opciones militares estadounidenses, como amenazas o intervenciones reales, se vieron gravemente debilitadas por la implicación del gobierno Bush en las prolongadas e interminables guerras en Iraq y Afganistán. La invasión y ocupación estadounidense de Iraq y Afganistán llevó a una enorme resistencia que atrapó a la gran masa de sus soldados de combate activos y a la reserva. Las bajas acumuladas entre muertos y heridos llegaron a más de 32.000 personas, el coste financiero ascendió a más de 450.000 millones de dólares a mediados de 2006 y la oposición pública a la guerra llegaba al 60% de la población estadounidense. El deterioro del apoyo a la agenda militar asiática de Bush y la disminución de las fuerzas militares activas debilitó drásticamente la capacidad de Washington para emprender nuevas intervenciones para prevenir amenazas reales a los intereses imperialistas estadounidenses en América Latina. A diferencia de los noventa cuando Bush padre derrotó a Iraq, retiró las tropas y declaró un Nuevo Orden Mundial con cierta credibilidad, la declaración de Bush hijo de una ’guerra permanente’ no convence a nadie mientras el ejército estadounidense se retira de las calles de Bagdad hasta sus refugios reforzados de hormigón.
Aunque el gobierno Bush pueda recurrir a la opción militar en América Latina, existen pocas posibilidades de que obtenga el respaldo latinoamericano, europeo, asiático e incluso del público en Estados Unidos (especialmente si se convierte en una operación prolongada con bajas). La misma Guerra contra el Terrorismo y las estrategias coloniales extremas adoptadas en Iraq han debilitado gravemente la capacidad de Washington de intervenir en países de particularmente adversarios de América Latina. No hay duda de que los cambios regionales e internacionales desde la ’Época Dorada’ del dominio estadounidense han influido considerablemente a que se piense en el declive del poder estadounidense.
Incertidumbre de hegemonía: pérdidas relativas, ganancias relativas
Si consideramos el poder de Estados Unidos en América Latina, hay indicios indudablemente claros de una declinante influencia evidentes en la diversificación en fuentes de ingresos de las exportaciones, inversiones y empresas conjuntas. Sin embargo, ninguna de las corporaciones multinacionales estadounidenses en América Latina se ha visto afectada negativamente. Lo peor que se puede decir es que tengan pagar impuestos al gobierno venezolano, pero esto es simplemente porque los impuestos anteriores, especialmente en el campo de alquitrán del Orinoco, eran del 1% y subieron al 15% y ahora se aproximan al 33% — un cambio, sí, pero apenas pérdida de beneficios dados los actuales precios del petróleo (2004-2007). Todas las grandes compañías petrolíferas, Chevron, Exon etc, siguen operando en Venezuela y cosechan ganancias imprevistas. Estados Unidos ha perdido influencia en la mayoría (pero no todos) altos círculos del gobierno en Venezuela, pero Washington todavía tiene vastos activos en el sector privado, incluyendo un casi monopolio de los medios de comunicación privados, un amplio despliegue de supuestas ONGs subvencionadas, una docena de partidos electorales, un aparto sindical altamente burocratizado, sectores de la jerarquía de la iglesia católica. Los aliados de Washington incluyen amplios sectores de la elite de los negocios, financiera y de servicios, importantes sectores de la clase profesional privada y pública (médicos, profesores, asesores, agentes de relaciones públicas y abogados). A pesar de algunas pérdidas, el Pentágono mantiene su influencia entre sectores de la Guardia Nacional, la policía secreta (DISIP) y el ejército. En otras palabras, a pesar de las fallidas políticas estadounidenses de confrontación (golpes [militares], boicots electorales, bloqueos), que han tenido como resultado la perdida de aliados clave, [Estados Unidos] sigue manteniendo formidables activos para influenciar la política interna e internacional en Venezuela si desecha su ’ideal de los noventa’ y se adapta las nuevas realidades del nacionalismo y del bienestar social.
De manera similar, por toda América Latina los regímenes de centro-izquierda en Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay y otras partes han debilitado gravemente los movimientos de masas, desradicalizado las demandas de las luchas sociales y, como mínimo, relegitimizado parcialmente las privatizaciones que tuvieron lugar en los noventa.
Si comparamos [el periodo] 2003-2006 con el de 2000-2003, está claro que el poder estadounidense no ha declinado; no se enfrenta a un cambio radical en su extendida presencia militar y económica en América Latina. El presidente argentino
Kirchner ha domesticado y cooptado a muchos de los dirigentes insurrectos, canalizado a la rebelde clase media baja hacia la política electoral y a los sindicatos a banales luchas por ’pagas y sueldos’ o, en el mejor de los casos, hacia programas ’reformistas’. Más llamativo aún, el presidente brasileño Lula da Silva ha aceptado completamente la doctrina del libre mercado-elecciones libres de los noventa
y ha ahondado y extendido los restrictivos presupuesto, salarios y políticas de pensiones de su antecesor (Cardoso) mientras extiende su programa de privatización. Ningún presidente electo brasileño anterior tuvo tanto éxito como Lula en desmovilizar a los movimientos de masas y sindicatos, e incluso convertirlos en correas de transmisión de sus políticas a favor de las corporaciones multinacionales, de las fianzas internacionales. Es precisamente la aceptación por parte de Lula del libre mercado vía una estrategia de exportación agro-mineral lo que lo ha colocado en una situación de enfrentamiento con las políticas estadounidenses de agro-exportaciones proteccionistas-subvencionadas: es la intransigente creencia de Washington de que podría ’tenerlo todo’ - como en los noventa - lo que minó el deseo de Brasil de entrar en el ALCA. Hoy las misma fuerzas de clase gobiernan la economía brasileña como en los noventa; como en los noventa se continúa actualmente con las mismas políticas macro-económicas de estabilización; y como en los noventa, se practican las mismas políticas de superávit con presupuestos a interés alto del Banco Central. Como en el pasado, Brasil tiene relaciones diplomáticas con Cuba y
Venezuela. El ministro de Asuntos Exteriores de Lula, Celso Amorin, es un conservador, pro-Washington, ex-embajador en Estados Unidos con Cardoso, que está a favor de forma incondicional del ’libre comercio simétrico’ y ha disociado a Brasil de la mayor parte de las críticas de Chávez al imperialismo estadounidense. El que Brasil esté procediendo a diversificar sus exportaciones a Asia, continúe con lucrativas empresas conjuntas con Venezuela y critique los acuerdos comerciales unilaterales es parte de la nueva realidad que Washington no ha conseguido captar.
La mayor realidad es que Lula podría ser una baza estratégica en la agenda de Washington de ampliar desde las fuerzas nacionalistas y socialistas en Brasil y por toda América Latina las oportunidades para los negocio y de minimizar los retos. En comparación con el periodo de 1999-2002, cuando había una fuerte oposición extra-parlamentaria y del Congreso al neoliberalismo, amplias demandas de dar marcha atrás a las privatizaciones de Cardoso y un muy desacreditado régimen cliente de Estados Unidos, los últimos cuatro años del régimen de Lula han reforzado la economía neoliberal, lo que ha favorecido los intereses financieros y de negocios estadounidenses, al tiempo que prosigue una mayor integración en el mercado mundial. El principal obstáculo para obtener una mayor influencia en Brasil es el intento por parte de Estados Unidos de presionar a Brasil para que tenga conformidad ideológica y para que firme inaceptables acuerdos unilaterales.
Construcción de un Imperio en una época de nuevas realidades económicas y políticas
El poder no fluye simplemente de las estructuras de los colaboradores de Estados Unidos, ya incluyan éstas a los grandes grupos de negocios, regímenes locales y economistas formados en Estados Unidos incrustados en los ministerios. El poder también emana de las clases organizadas, de las comunidades étnicas y de los levantamientos populares casi espontáneos que, en ciertas circunstancias, pueden desafiar o derrocar regímenes cliente, y en periodos excepcionales derrocan instituciones que colaboran con Washington.
Como hemos visto, durante el más de medio siglo pasado las relaciones de Estados Unidos y América Latina no han estado fijas en el tiempo y espacio, son fluidas y reversibles en décadas o menores espacios de tiempo. Los con frecuenta comentarios impresionistas de prolijos escritores acerca de un declive del poder o hegemonía estadounidense a largo plazo, o que hablan ’quinientos años de dominación’ no tiene en cuenta las cambiantes correlaciones de fuerza en América Latina y en el mundo, los cambios de los mercados globales, y el ascenso, caída y re-emergencia de los adversarios de Estados Unidos tanto en América Latina como en el mundo.
En la historia reciente hemos sido testigos de periodos alternativos de altos niveles de influencia estadounidense en América Latina y otros de poder declinante y la emergencia de regímenes y movimientos contre-hegemónicos significativos. La base estratégica del poder estadounidense en América Latina es estructural, localizada en altos negocios, elites agro-minerales y de la banca, respaldados por regímenes e instituciones estatales colaboradoras (ejército, la judicatura, bancos centrales, agencias de inteligencia y medios de comunicación). Desde ’el exterior’, la influencia estadounidense se ejerce vía sus programas militares y a través del FMI y el Banco Mundial, la OEA y el Banco Interamericano de Desarrollo. La operaciones de inteligencia estadounidense y los grupos de los frentes políticos suministran una influencia institucional adicional sobre la toma de decisiones latinoamericana. La principal debilidad estratégica del poder estadounidense en América Latina está en dirigentes cliente que, en pos de los intereses estadounidenses, pierden rápidamente legitimidad, apoyo público y son vulnerables de ser derrocados. Su políticas de ’libre mercado’ y ajuste estructural favorecen a los negocios estadounidenses, pero perjudican a los salarios y a los asalariados, a los campesinos, los pequeños negocios, empleados públicos y profesionales. Como resultado de ello, la gran mayoría de los movimientos sociales organizados de oponen a la política estadounidense y, en especial, a su intervención en la política latinoamericana. Prácticamente no existen movimientos de masas pro-estadounidenses. La experiencia y conciencia histórica, en especial el sentimiento nacionalista, sospecha profundamente de las motivaciones y políticas estadounidenses y está predispuesto a cuestionarlas.
La falta de visión de futuro de las proyecciones históricas
Paradójicamente, las visiones lineales de tendencias a largo plazo en el ejercicio de poder estadounidense en América Latina tienen poca visión de futuro y han demostrado ser equivocadas de forma repetida durante más de los últimos 50 años. Incluso un vistazo somero a los dramáticos cambios de poder en los últimos seis años proporciona amplias pruebas de que los cambios de poder pueden ser abruptos y profundos.
A la caída de los regímenes cliente y la oleada de movimientos insurrectos y anti-neoliberales durante 2000-2002 siguieron cinco años de regímenes neo-liberales relativamente estables que defienden los negocios establecidos estadounidenses y de la CEE, y los intereses de los bancos, cumplen con los pagos de la deuda, destinan excedentes del presupuesto a pagar la deuda y han neutralizado los movimientos anti-imperialistas en Argentina, Brasil, Uruguay, Perú y otras partes. La ’nueva realidad’ es una recuperación parcial del poder y del dominio ejercido por Estados Unidos durante la Época Dorada de los noventa.
Aunque responsables políticos bien informados e ideologizados en el gobierno Bush y entre los progresistas estadounidense y europeos enfatizan las credenciales ’de izquierda’ de los nuevos regímenes, especialmente en Argentina, Brasil, Uruguay y Bolivia, la realidad es que ha habido pocos cambios en la propiedad básica, las estructuras de clase e ingresos de estos países. Pequeñas recuperaciones de sueldos y salarios han ido acompañadas de pérdidas en pensiones y beneficios sociales. Los cambios iniciados por algunos de estos regímenes han ido en algunos casos en la dirección de favorecer los intereses estadounidenses. En 2006 Uruguay firmó unos acuerdos bilaterales de libre comercio y unos acuerdos sobre bases militares con Estados Unidos sin precedentes. Brasil continúa con programas de ’reformas’ laborales y de pensiones para bajar el coste e incrementar las facilidades de despido de los trabajadores, mientras reduce más los gastos en las pensiones del sector público. En Argentina fueron jubilaron varios altos cargos de los tribunales superiores de justicia, la policía y el ejército, y se enfrentan a un juicio oficiales militares de alto rango involucrados en asesinatos masivos y torturas durante la dictadura. En Venezuela y Bolivia han tenido lugar moderados incrementos en los pagos de royalties y de impuestos por parte de multinacionales estadounidenses, brasileñas y de la CEE. Bolivia ha conseguido un modesto incremento en el precio del gas cobrado a Brasil y Argentina. Ni siquiera en estos llamados ’regímenes radicales’ se han expropiado intereses básicos estadounidenses y de la CEE; de hecho, se han ofrecido nuevas invitaciones a efectuar otras inversiones, ligeramente menos favorables a las de los noventa. Bolivia y Venezuela están modificando -que no acabando con ellas- las operaciones estadounidenses en América Latina introduciendo acuerdos de compartir beneficios para lo que es puro saqueo. Incluso en Cuba se encuentran inversiones extranjeras a largo plazo, a gran escala en distintos sectores económicos que van desde empresas conjuntas con empresas de propiedad israelí de cítricos, con empresas hoteleras y turísticas españolas, operaciones mineras y manufacturas de propiedad mexicana y china, hasta explotaciones petrolíferas, biotecnológicas y farmacéuticas de propiedad francesa y venezolana. En cuanto a 2006, exportadores estadounidense de la agroindustria procedentes de 34 estados vendieron más de un millón de dólares en productos agrícolas al mercado cubano durante la pasada década. La política exterior cubana ha ido moviéndose hacia estrechar los lazos con el presidente de derechas colombiano Uribe, apoya al actual presidente de Brasil, el neo-liberal Lula Da Silva, y compra muchos más productos agrícolas a Estados Unidos que a su aliado radical, Bolivia.
El fracaso de Washington en aprovecharse de su coyuntura favorable de 2003-2006 es producto de su propio extremismo ideológico, basado en criterios no realistas. Esto incluye la idea de que el servilismo de los regímenes latinoamericanos en los noventa y su total acatamiento a las demandas de Estados Unidos podrían durar siempre. Los responsables políticos neo-conservadores y anti-cubanos no podían adaptarse a las nuevas realidades y aprovecharse de las nuevas oportunidades. La política de confrontación con Venezuela y Cuba bajo muy desfavorables circunstancias internas e internacionales ha llevado a Washington a un callejón sin salida -aislándolo tanto de la gran mayoría de los países no alineados como de sus aliados en Europa y en América Latina. La verdadera cuestión a la que se enfrentan los responsables políticos estadounidenses no es si continuar una confrontación que está perdida con regímenes pragmáticos, como Cuba, Venezuela y Bolivia, con la esperanza de precipitar su inmediato desmoronamiento sino reconocer que el acuerdo mutuo puede hacer disminuir la hostilidad internacional y salvaguardar los intereses económicos estratégicos estadounidenses.
Para la izquierda, la posibilidad de un cambio radical en América Latina depende mucho de que continúe la intransigencia estadounidense y su insistencia en una vuelta a la ’Época Dorada del Saqueo’, y de que se reconozca que los nuevos movimientos radicales emergentes están desafiando a los presidentes neo-liberales en Brasil, Argentina y Uruguay. La izquierda necesita reconocer que tanto en Bolivia como en Venezuela hay profundas fisuras sociales dentro de los partidos del gobierno y la clase trabajadores y entre ellos, así como entre Chávez y Morales, y la oposición de derecha de las clase alta y Estados Unidos.
Cuatro bloques de poder en competición
En realidad, hay cuatro bloques de naciones compitiendo en América Latina, en contra del dualismo tan enormemente simplista descrito por la Casa Blanca y la mayor parte de la izquierda. Cada uno de estos cuatro bloques representa un grado diferente de sometimiento u oposición a las políticas e intereses estadounidenses, dependiendo de cómo Estados Unidos defina o redefina sus intereses a la vista de las nuevas realidades.
La izquierda radical incluye a las guerrillas de las FARC en Colombia, a sectores de los sindicatos y campesinos y movimientos de barrio en Venezuela, la confederación del trabajo CONLUTAS y algunos sectores del Movimiento Rural de los Sin Tierra en Brasil, la Confederación Obrera Boliviana (COB), sectores de los movimientos campesinos y de barrio en El Alto, Bolivia; sectores del movimiento campesino-indígena CONAIE en Ecuador; sectores del movimiento de profesores y campesinos indígenas en Oaxaca, Guerrero y Chiapas en México; sectores de la izquierda campesina nacionalista en Perú; sectores de los sindicatos y trabajadores desempleados en Argentina. Además, hay otros numerosos movimientos sociales de América Central y del Sur y una plétora de pequeños grupos marxistas de Argentina, Bolivia, Chile y otros lugares. Juntos forman un bloque político disperso, heterodoxo, que es incondicionalmente anti-imperialista y rechaza cualquier concesión a las políticas socio-económicas neo-liberales, se opone al pago de la deuda y en general apoya un programa nacionalista radical o socialista.
La izquierda pragmática incluye al Presidente Chávez en Venezuela, a Morales en Bolivia y a Castro en Cuba, así como una multiplicidad de grandes partidos electorales e importantes sindicatos y movimientos campesinos en América Central y del Sur. Aquí irían incluidos los partidos electorales de izquierdas, el PRD de México, el FMLN de El Salvador, el bloque electoral de izquierdas en Colombia y la Confederación del Trabajo (CUT), el Partido Comunista Chileno, la mayoría del Partido Parlamentario Nacionalista Humala en Perú, sectores dirigentes del MST, en Brasil, el MAS, el partido gobernante en Bolivia, la CTA, la segunda mayor confederación del trabajo en Argentina y una minoría del Frente Amplio y de la confederación del trabajo (PIT-CNT) en Uruguay. La gran mayoría de los intelectuales latinoamericanos de izquierdas se ubican en este bloque político. Esta es la formación política menos comprendida en América Latina, especialmente por los políticos de Washington, los periodistas de los medios más importantes y no pocos académicos tanto en Estados Unidos como en Europa, que tienden a agruparlos con la izquierda radical.
Merece la pena examinar por qué se define este bloque como la izquierda ‘pragmática’. En primer lugar, Venezuela, Bolivia y todo el espectro de movimientos sociales, confederaciones de sindicatos, partidos y fracciones de partidos mencionados anteriormente no postulan la abolición del capitalismo, el rechazo al pago de la deuda, la expropiación total de los bancos de Estados Unidos o la UE o las corporaciones multinacionales, ni ninguna ruptura de relaciones con Estados Unidos.
En Venezuela, por ejemplo, los bancos privados extranjeros y nacionales consiguieron un índice de rendimientos superior al 30% en 2005-2006, las compañías petrolíferas de capital extranjero se llevaron un record de beneficios entre 2004-2006, y se expropió completamente y se devolvieron títulos de propiedad a los campesinos sin tierra por menos del 1% de las haciendas más grandes. Las relaciones capital-trabajo siguen funcionando en un marco muy ponderado a favor de contratistas de trabajo y comerciantes que dependen de subcontratistas que continúan dominando los despidos en más de la mitad de las grandes empresas. La policía y el ejército venezolanos continúan arrestando a sospechosos de ser activistas o de pertenecer a las guerrillas colombianas y se los entregan a la policía colombiana. Venezuela y el Presidente cliente de Estados unidos Uribe de Colombia han firmado varios acuerdos a alto nivel de cooperación económica y de seguridad. Aunque promoviendo la integración latinoamericana (excluido Estados Unidos), Chávez ha buscado una ‘integración’ mayor con el neo-liberal Brasil y con Argentina, cuya producción petrolífera y distribución son controladas por corporaciones europeas e inversores estadounidenses. Aunque Chávez ataca los intentos de Estados Unidos de subvertir al elegido gobierno venezolano, Venezuela suministra el 12% del total del total de las importaciones petrolíferas estadounidenses, posee 12.000 estaciones de gasolina CITGO en Estados Unidos y varias refinerías. Finalmente, el sistema político venezolano está abierto en gran medida a la influencia de los medios de comunicación privados (que son abrumadoramente hostiles a Chávez), a las actividades de ONGs financiadas por Estados Unidos en nombre de los políticos estadounidenses y a una docena de partidos políticos y confederaciones de sindicatos proclives a Estados Unidos. Además, la mayoría de los miembros del congreso y funcionarios pro-Chávez tienen muy dudosas credenciales nacionalistas, habiéndose subido al carro político buscando más el beneficio personal que por lealtades populistas (muchos habían emigrado de los difuntos partidos políticos derechistas pro-Estados Unidos). En resumen, el pragmatismo venezolano supone un campo muy lucrativo para los inversores estadounidenses, un proveedor fiable de energía y alianzas con el mayor cliente de Estados Unidos en América Latina. El quid de la cuestión es que el discurso y retórica radical de Chávez sobre el socialismo del siglo XXI no se corresponde ni ahora ni en el futuro inmediato con las realidades políticas. Si no fuera por la hostilidad intransigente de Washington y las continuas tácticas de desestabilización y confrontación, hasta el discurso de Chávez sería probablemente mucho más moderado. Se espera que sectores de los grandes negocios protesten al imponérseles aumentos en el pago de royalties, participación en los beneficios y subidas de impuestos, pero apenas afectará a la base comprometida en boicots de armamento, tentativas retóricas baratas y subversión clandestina.
Las relaciones Estados Unidos-Venezuela encarnan las equivocaciones y los fracasos en América Latina. Al comparar la política de Chávez con la de los regímenes cliente venezolanos anteriores de la década de los noventa, Washington está definiendo a Chávez como un ‘radical peligroso’. Teniendo en cuenta los cambios del entorno internacional del período 2000-2006 y la seguridad social limitada, los impuestos modestos y otras reformas, y tomando con cautela los pronunciamientos de política exterior de Chávez, Estados Unidos está, de hecho, tratando con un radical pragmático que puede ser sometido. Pero eso supondría que Washington rechaza la década de los noventa como el estándar adecuado para medir quiénes son amigos y quiénes enemigos. Se presume que Washington es consciente de que la favorable coyuntura internacional de los noventa se acabó y que debe dejar espacio para reformas moderadas y posiciones diferentes en política exterior si quiere impedir una revolución social. Eso mismo es verdad si se observa la política de Estados Unidos hacia Cuba y Bolivia. Cuba ha establecido lazos diplomáticas con casi todos los clientes y aliados de Estados Unidos en América Latina. Ha tendido explícitamente una mano diplomática al colombiano presidente Uribe apoyado por Estados Unidos, rechaza a la izquierda revolucionaria (FARC) en Colombia, da apoyo públicamente a neo-liberales como Lula en Brasil, Kirchner en Argentina y Vázquez en Uruguay, y ha firmado una amplia gama de acuerdos de compra con los grandes exportadores estadounidenses de alimentos que alcanza los 500 millones de dólares al año a pesar de los términos onerosos. Cuba ha proporcionado servicios sanitarios gratis a un gran número de regímenes cliente de Estados Unidos, desde Honduras y Haití a Pakistán; está formando a miles de doctores y profesores de los estados cliente más pobres de Estados Unidos y ha abierto la puerta en todos sus sectores importantes a los inversores extranjeros de los cuatro continentes. Paradójicamente, mientras Cuba ha profundizado su integración en el mercado capitalista mundial, provocando la aparición de una nueva clase de elites orientadas al mercado, Washington ha aumentado su hostilidad ideológica, lanzando amenazas militares y poniendo en marcha presiones diplomáticas y provocaciones que no han hecho sino fortalecer las tendencias radicales en la sociedad cubana. Washington ha adoptado una postura extremista similar hacia el régimen pragmático izquierdista de Morales en Bolivia, cuya ‘nacionalización’ no ha expropiado, y no expropiará, ninguna empresa de capital extranjero y uno de cuyos objetivos principales es estimular los acuerdos comerciales entre la elite agro-comercial de Bolivia y Estados Unidos.
El tercer y más numeroso bloque político en América Latina son los neo-liberales pragmáticos que incluye al Brasil de Lula, a la Argentina de Kirchner y a las confederaciones de sindicatos más importantes de Brasil y Argentina, a sectores de las elites poderosas financieras y comerciales y a los principales jefes políticos provinciales que distribuyen los subsidios de paro y las cestas de comida. Hay numerosos imitadores de estos regímenes entre los grupos de oposición de la izquierda liberal en Ecuador, Nicaragua (los sandinistas y sus escisiones), Paraguay y alguno más. Tanto Kirchner como Lula han defendido todo el espectro de privatizaciones legales, semi-legales e ilegales que tuvieron lugar en la década de los noventa. Ambos han adelantado los pagos de sus obligaciones de la deuda al IFI (aunque Argentina impuso un 60% de descuento a los titulares de deuda privada). Ambos han seguido estrategias de crecimiento en la exportación agro-mineral. Ambos han incrementado enormemente los beneficios financieros y comerciales mientras restringían sueldos y salarios. Hay también diferencias entre los dos: la estrategia a favor de la industria de Kirchner ha llevado a una tasa de crecimiento que es dos veces la de Lula y ha reducido el desempleo en un 50% (desde un índice muy alto) comparado con las fracasadas políticas de empleo de Lula. Es decir, el entorno de inversión para los banqueros y hombres de negocios estadounidenses en Argentina y Brasil es tan favorable (o incluso más para los banqueros estadounidenses en Brasil) como lo fue durante los ‘Años Dorados’ de la década de los noventa del pasado siglo.
Los cambios más importantes en las relaciones entre los neoliberales pragmáticos y Washington están en las negociaciones relativas a un acuerdo de libre comercio, en el gran aumento de las oportunidades globales comerciales y en la posición más fuerte de mercado de los productores y sector manufacturero de la elite exportadora dentro de América Latina. Tanto Lula como Kirchner no tendrán nada que hacer frente a los esfuerzos extremistas militaristas de Estados Unidos para derrocar o boicotear a Chávez porque ellos están creciendo y están en marcha una serie de inversiones lucrativas de mercado y proyectos mixtos en los sectores del petróleo y del gas. Reconocen la naturaleza básicamente capitalista del régimen de Chávez, incluso cuando rechazan gran parte de su discurso radical anti-imperialista. Asimismo, ambos Presidentes están diversificando sus socios comerciales y persiguiendo mercados con los competidores estadounidenses en China y Asia porque es lucrativo, genera beneficios y forma parte de sus prácticas neo-liberales. Hay una clara diferencia entre las políticas orientadas hacia el mercado y libre comercio de Argentina y Brasil y la política militarista de Estados Unidos ideológicamente orientada hacia Venezuela, Cuba, Oriente Medio y otros lugares.
Aunque Washington no se muestra hostil con Argentina y tiene una amistosa relación de trabajo con Brasil, ha fracasado completamente a la hora de explotar las posibilidades de extender su influencia, debido a su rechazo a reconocer la emergencia de una especie de régimen nacionalista de libre comercio. Si se juzga Argentina en relación con la ‘Edad Dorada del Saqueo’ de los noventa bajo el Presidente Carlos Menem, los esfuerzos de Kirchner por lograr acuerdos negociados, inversiones reguladas, recaudación de impuestos y renegociaciones de la deuda son valorados como ‘nacionalistas’, ‘izquierdistas’ y casi tolerables. Asimismo, Washington, acostumbrado al papel de Cardoso de cliente de Washington, se siente molesto de que las políticas de libre mercado de Lula incluyan una demanda de que Estados Unidos ponga fin a sus subsidios y cuotas agrícolas en relación con Brasil. Una vez más, los sacrificios extremistas a gran escala de Washington, la entrada a largo plazo de en los sectores industrial y de servicios de Brasil son para defender las empresas agrícolas no competitivas estadounidenses. La actitud de Washington es más propia de una potencia colonial (o mercantil) del siglo XIX que la de un constructor de imperios de mercados del siglo XXI, especialmente frente a los gobernantes pragmáticos que tratan de construir sus propias bases de poder regionales.
El cuarto bloque político está compuesto por los regímenes, partidos y asociaciones de elite de doctrina neo-liberal, que siguen de cerca los dictados de Washington. Este incluía el régimen Fox-Calderon en México, que se prepara para privatizar las lucrativas empresas públicas eléctricas y del petróleo, el régimen de Bachelet en Chile, la asamblea de exportadores de plantas y fruta tropical –el perenne sector exportador agro-minero de América Central- (El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica y Guatemala). La última fue atraída a la órbita estadounidense posteriormente a la matanza de unas 300.000 personas entre los últimos años de los setenta y los primeros de los noventa del pasado siglo. Colombia, otro miembro del bloque neo-liberal de línea dura, es receptor de 5.000 millones de dólares en ayuda militar estadounidense desde finales de los años noventa. Perú, que durante los últimos veinte años ha privatizado casi toda su riqueza minera, eligió recientemente como Presidente a Alan García, que promete continuar con las mismas políticas. Paraguay se ha convertido en la mayor base militar de Washington. En Uruguay, un régimen de ex-izquierdistas ha firmado un nuevo acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y consiente una base militar de entrenamiento. En el Caribe, Estados Unidos ocupa Haití a través de Naciones Unidas después de derrocar y secuestrar al elegido Presidente Bertram Aristide y tiene un aliado leal en la República Dominicana (el Presidente Leonel Fernández). Es decir, Washington domina un ‘Arco del Pacífico’ de clientes leales que se extiende desde México, a través de Centroamérica siguiendo por la costa del Pacífico Sur, incluyendo a Colombia, Perú y Chile. Aunque las etiquetas políticas, retórica y grado de estabilidad varían, todos estos regímenes han abrazado las doctrinas de libre mercado apoyadas por Estados Unidos, en su mayoría siguen las directrices estadounidenses en los foros regionales e internacionales y en un grado u otro, de forma abierta o subrepticia, se enfrentan a Venezuela y a Cuba. Poderosos movimientos pragmáticos izquierdistas desafían a esos regímenes cliente, especialmente en México, El Salvador, Perú y Colombia (incluyendo a la izquierda radical en Colombia). No obstante, para el futuro inmediato, Washington tiene un bloque leal de regímenes adeptos, aun cuando a medio plazo esto pudiera cambiar de forma brusca.
Conclusión
Las pretensiones de Washington y de los ideólogos derechistas de que un ‘populismo radical’ está barriendo la región no son sino grandes simplificaciones utilitaristas de una realidad compleja. Bien al contrario, lo que hay es un ‘cuadrilátero de fuerzas competitivas y en conflicto’ dentro de América Latina. Hay también nuevos y cambiantes escenarios internacionales, que complican cualquier intento de ‘encasillar’ políticas con/o ‘cualquier’ opción. Aunque Washington ha enfatizado la influencia subversiva de Venezuela y Cuba para debilitar el dominio estadounidense en América Latina, un factor mucho más importante es el aumento global de los precios de los productos de quienes hacen su agosto exportando hacia América Latina. Esto significa que los países de América Latina tienen menos necesidad de confiar en las ‘condiciones del FMI para garantizar préstamos, limitando así severamente la influencia política estadounidense. En segundo lugar, una mayor liquidez significa que los préstamos comerciales se pueden asegurar sin tener que acudir al Banco Mundial, otro instrumento de la influencia estadounidense en la formulación de políticas económicas en América Latina. En tercer lugar, los mercados en rápida expansión en Asia, y de forma particular el crecimiento de la inversión asiática en las industrias extractivas de América Latina, han erosionado aún más la ‘influencia sobre el mercado’ estadounidense en América Latina, comparado con lo que Washington poseía en los años noventa. En cuarto lugar, con la ralentización de la economía estadounidense en 2006-2007, puede esperarse que Estados Unidos disminuya sus inversiones y comercio con América Latina. Es decir, Washington puede influir menos, sobre la base del mercado, a los izquierdistas pragmáticos y los liberales de lo que lo hacía durante la década de los noventa. Continuar actuando a mediados de esta primera década del 2000 como si la pérdida relativa de poder en esta coyuntura fuera un simple reflejo de los flujos y reflujos de fuerzas políticas (populismo radical) en la región supone seguir políticas fracasadas. Descalificar regímenes y exagerar el grado y tipo de oposición lleva a exacerbar los conflictos. Además, para Washington, persistir en la creencia de que puede asegurar acuerdos de libre comercio por todo el continente a base de concesiones no recíprocas (particularmente en la agricultura), significa perder oportunidades de alcanzar acuerdos comerciales.
La politización excesiva y clasificación ideológica de Washington de los cambios en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina son el resultado de la configuración ultra-conservadora de los políticos y de sus principales consejeros.
Si Washington ha falseado extremadamente la realidad política latinoamericana, malinterpretando el contexto actual internacional y regional, la izquierda apenas ha sido más intuitiva. Los intelectuales de izquierdas exageran el radicalismo o la realidad revolucionaria de Cuba y Venezuela, pasando por alto las realidades contradictorias y sus acomodamientos pragmáticos con neoliberales de toda condición. La izquierda, con poca perspicacia histórica, continúa clasificando a neoliberales pragmáticos como Lula, Kirchner y Vázquez como ‘progresistas’, agrupándoles junto con izquierdistas pragmáticos como Chavez, Castro y Morales, basando sus identificaciones en sus identidades políticas de hace veinte años más que en las políticas actuales a favor del libre mercado de las elites agro-mineras. Peor aún, la izquierda confunde los esfuerzos de regímenes neoliberales pragmáticos a la hora de negociar acuerdos comerciales simétricos de libre mercado con Estados Unidos para mejorar las condiciones de los exportadores nacionales agro-mineros con algún tipo de política ‘anti-globalización’ o como ‘contrapeso’ al poder estadounidense.
La izquierda –o sectores de la izquierda latinoamericana- tiene que enfrentarse al hecho de que aunque el poder estadounidense ha disminuido comparado con el de la ‘Edad Dorada del Saqueo’ de los noventa, se ha recobrado y avanzado desde las rebeliones de masas y derrocamiento de regímenes cliente de 2000-2002. Las esperanzas que la izquierda tenía en que las victorias presidenciales de anteriores partidos electorales de centro-izquierda en Brasil, Uruguay y Argentina auguraran una reversión de las políticas neoliberales de sus predecesores se han estrellado de forma palpable. El intento de redefinir la conversión de los neoliberales ex izquierdistas convertidos en pragmáticos en algo progresista o como ‘contrapeso’ al poder de Estados Unidos es ingenuo en el mejor de los casos y en el peor, agrava el error inicial. La falta de claridad política de la izquierda sobre los cambios políticos ha conducido a un callejón sin salida tan perjudicial para su crecimiento futuro como los esfuerzos fracasados de Washington para reconocer las nuevas realidades del nuevo milenio.
Los únicos aliados y fuerzas consistentes y consecuentes para el cambio se encuentran en la izquierda radical. Las alianzas tácticas y selectivas con sectores de la izquierda pragmática son necesarias e importantes pero sólo si se basan en mantener la independencia política y organizativa. La izquierda necesita llevar a cabo un análisis crítico y un debate vigoro sobre las desastrosas consecuencias de subordinar sus actividades a las campañas electorales que están ahora dominando los regímenes neoliberales pragmáticos. Es tan necesario revisar la fortaleza de los movimientos sociales para derrocar los regímenes cliente neoliberales de Estados Unidos como un análisis crítico de la incapacidad de esos mismos movimientos para bloquear el resurgimiento de nuevos neoliberales ‘pragmáticos’ y, sobre todo, de su incapacidad de desarrollar una estrategia para alcanzar el poder.
Aunque el poder de Estados Unidos sobre América Latina ha declinado desde la pasada década de los noventa, no ha sido un proceso lineal, una caída brusca ha ido seguida de una recuperación parcial. La decadencia de Estados Unidos no ha ido enlazada con un aumento sostenido en el poder de la izquierda radical. Los ‘ganadores’ reales han sido los izquierdistas y neoliberales pragmáticos que se auparon al poder con la desaparición de los neoliberales doctrinarios y la coyuntura expansiva favorable en las condiciones del mercado mundial. No son ni las inherentes ‘leyes de la decadencia imperial’ a largo plazo como algunos historiadores izquierdistas reivindican, ni ‘un final de la izquierda revolucionaria’, como proclaman sus homólogos neoliberales. Es decir, un análisis realista demuestra que las intervenciones políticas, el conflicto de clases y los mercados internacionales juegan un papel importante al moldear las relaciones entre Estados Unidos y América Latina y, más particularmente, el ascenso y decadencia del poder imperial de Estados Unidos, las fuerzas revolucionarias sociales y otras variantes políticas en juego.
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández y Beatriz Morales Bastos.