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NICARAGUA - La Policía se ha desnaturalizado: es un satélite del régimen
Roberto Cajina, Envío
Lunes 24 de abril de 2017, puesto en línea por
Abril de 2017 - Envío - Hace ahora diez años Envío publicó un texto titulado “¿Tenemos la Policía que nos merecemos?” Una década después la respuesta es ya incuestionable: No la tenemos. La crisis que atraviesa hoy la Policía es sistémica porque el sistema policial está inmerso en un sistema mayor, el impuesto a Nicaragua por el consorcio Ortega-Murillo.
Desde 2007 el estribillo “Nicaragua, el país más seguro de Centroamérica” se ha promocionado tanto nacional como internacionalmente. La directora general de la Policía, Aminta Granera, era la encargada de hacerlo en Estados Unidos, Corea de Sur y en cuanto país visitaba y a cuanto foro asistía. Al mismo tiempo, en las estadísticas oficiales de la Policía Nacional la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes descendía aceleradamente.
Nicaragua comenzó a ser admirada y aplaudida por la eficacia de su “modelo policial preventivo, proactivo y comunitario”. Algunos querían conocer de primera mano tan inédita y refrescante experiencia en una región con astronómicas tasas de homicidios. Otros, quizás aún más urgidos, pensaron que podrían copiar el modelo y aplicarlo en sus países, agobiados por la violencia. En Nicaragua, el estribillo se convirtió en un “canto de sirenas” para seducir y adormecer a la población vendiéndole la ilusión de que viven en un país a prueba de delincuentes. Tanto se repitió que llegó un momento en el que hasta los mismos jefes policiales llegaron a creérselo. El gobierno y la Policía, en un escenario de violentos vecinos, vendían a Nicaragua como un verdadero “oasis de paz y tranquilidad”, algo así como una versión tropicalizada de Islandia, esa apacible isla en donde los crímenes son una rareza.
¿El país más seguro...?
En la última semana de enero y en los primeros tres días de febrero, cuando nadie, ni la misma Policía lo esperaba, la violencia criminal, acallada en las estadísticas oficiales y ahogada por el persistente canto del estribillo, provocó que Nicaragua pasara abruptamente de su imaginario sueño a la pesadilla real.
En menos de dos semanas tres estridentes sucesos de violencia estremecieron al país. Primero, un violento enfrentamiento a tiros en plena vía pública de un barrio de Managua entre delincuentes y policías dejó tres fallecidos: dos uniformados y un delincuente. Segundo, el ataque con fusiles de asalto contra una casa propiedad de un ex-juez, que la Policía se apresuró a negar que hubiese sido un acto de sicariato y aún no resuelve. Y el asesinato a tiros de un ciudadano a manos de un desconocido en otro barrio de la capital.
La realidad desinfló el estribillo, al menos en la retórica de Daniel Ortega. En su informe de gestión 2016, que envió a la Asamblea Nacional, asegura Ortega que “según el IGP 2016 (Índice de Paz Global 2016), Nicaragua es uno de los tres países más seguros de Centroamérica y uno de los siete más seguros de América”. Precisemos: Nicaragua no es “uno de los tres países más seguros de Centroamérica”, sino que es el tercero, por debajo de Costa Rica y de Panamá. Ortega tuvo también que “estirar” otras cifras: Nicaragua no es “uno de los siete más seguros”, sino que ocupa el sexto lugar en seguridad, precedido por Chile, Costa Rica, Uruguay, Panamá y Argentina. Así que, aunque no somos “el país más seguro” del estribillo oficial, sí ocupamos un lugar destacado en materia de seguridad tanto en Centroamérica como en América Latina. ¿Por qué entonces Ortega escamotea las cifras del IGP 2016?
La diferencia entre las valoraciones de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUCDD) y el IGP es que las primeras se basan en un único indicador: número de homicidios por cada 100 mil habitantes. Es el que usualmente utilizan los medios de comunicación, incluso académicos, para satanizar a los países del Triángulo Norte de Centroamérica. El IGP considera distintas variables que miden la existencia de conflictos internos y externos, el nivel de militarización de la sociedad y otros indicadores de seguridad social y ciudadana. Construye así una aproximación más cercana a la realidad y, por tanto, resulta más confiable.
Una respuesta desproporcionada y reactiva
En respuesta al incremento de la criminalidad en el país, especialmente en la capital, la Policía puso en marcha un “Plan de fortalecimiento de la seguridad ciudadana en Managua”. Según información oficial, consiste en que efectivos de la Dirección de Operaciones Especiales Policiales (DOEP) y de la Brigada Los Dantos -visten lúgubres uniformes negros-, más la técnica canina y la brigada de vigilancia y patrullaje, estarán desplegados las 24 horas del día durante once meses en barrios, parques, canchas deportivas, paradas de buses, mercados, destinos turísticos de la capital y otros espacios públicos.
La novedad del plan es el rol protagónico de los efectivos de la DOEP, “caras pintadas” armados con fusiles de guerra, articulados como “refuerzo” con las fuerzas regulares de la delegación policial de Managua. Por su entrenamiento, poder de fuego y capacidad disuasiva, son en realidad quienes estarán a la cabeza del operativo.
Este plan representa una novedad porque la Ley de la Policía Nacional, Ley 872, establece que la DOEP es una especialidad de la Policía a la que “le corresponde intervenir para restablecer el orden público ante graves alteraciones, participar en operaciones especiales en contra del narcotráfico, terrorismo, crimen organizado y otras actividades delictivas graves”. Ahora se enfrentarán a la delincuencia común. ¿Están preparados para esta misión o se trata sólo de una innecesaria demostración del “músculo” policial?
Al desplegar a las fuerzas élite de la Policía, el gobierno y la Policía reconocen la gravedad de la situación. ¿Qué hay detrás de este tácito reconocimiento y de esta desproporcionada y reactiva decisión? Aunque desplegar las fuerzas especiales en Managua bien podría ser un show mediático, se trata de una medida que pretende ocultar el verdadero problema: la profunda crisis sistémica en la que se encuentra sumida la Policía al desnaturalizarse y convertirse en un cuerpo al servicio del proyecto dinástico y continuista de Daniel Ortega.
¿Managua bajo “estado de sitio policial”?
Aunque en el discurso oficial se dice que la prevención es uno de los pilares sobre los que descansa el modelo policial de Nicaragua, el repunte de la violencia criminal ha demostrado que la Policía ha perdido su capacidad de prevenir y de ser proactiva, que ha perdido su capacidad para anticiparse a los hechos para garantizar seguridad a la población.
Es evidente que el plan para Managua es una medida de corte represivo que demuestra la incapacidad de las fuerzas regulares para prevenir y enfrentar la actividad delictiva, lo que nos lleva a reflexionar sobre la calidad de la formación que se imparte en la Academia de Policía y la calidad de agentes que ahí se forman.
Desde otra perspectiva, mantener desplegadas a las fuerzas especiales en las calles de Managua hasta diciembre implica necesariamente un incremento considerable del gasto en seguridad pública. Y como se aumentará el gasto operativo de la Policía, las preguntas obligadas son: ¿De dónde saldrán los recursos si en el presupuesto de la Policía para 2017 este nuevo gasto no estaba contemplado? ¿Será sostenible hasta diciembre el plan, tal como se anunció? ¿Será este “plan de reforzamiento” una “realidad alternativa”? ¿Qué sucederá cuando este plan tropiece con otros de los planes coyunturales de la Policía? Si lo que se anunció es cierto, los habitantes de Managua viviremos bajo una suerte de “estado de sitio policial”. ¿Podemos imaginar la cantidad de policías, entre fuerzas especiales y regulares, que tendrán que estar en tantos lugares públicos por casi un año? ¿Y podemos imaginar la cantidad de combustible que consumirán los vehículos en que se movilizarán?
Una policía sin identidad policial y un modelo que llegó a su fin
Este despliegue de las fuerzas especiales de la Policía es la aplicación de una política de “mano dura” contra la delincuencia común. Guardando las distancias, equivale al despliegue de militares que combaten en una guerra no declarada a las maras en El Salvador, Honduras o Guatemala.
Como resultado de este despliegue, es posible que en el corto plazo se produzca una relativa disminución de la actividad delictiva, pero será temporal, mientras dure la ejecución del plan o aún menos. Si así fuera eso no deberá interpretarse como un “triunfo” de la Policía, menos como una “derrota” de la delincuencia. Es natural que en esas circunstancias la delincuencia tienda a replegarse ensayando nuevas tácticas para sobrevivir en el nuevo escenario.
¿Cómo se explica tan brusco giro en el país “más seguro de Centroamérica” y con un “modelo policial preventivo, proactivo y comunitario” admiración de tantos? La única respuesta es que, identificándose la Policía con el proyecto de Ortega, ese modelo llegó a su fin.
Ese nuevo destino ha hecho que la institución en su conjunto no sea capaz de cumplir a cabalidad con las misiones que la Constitución y las leyes le asignan, con lo que la Policía de Nicaragua perdió su legitimidad de origen y su legitimidad de desempeño. A partir de enero de 2007, la Policía, hasta entonces Policía Nacional, entró en un proceso de pérdida de su identidad policial, la que con mucho esfuerzo había comenzado a construir para sobrevivir como institución después de la derrota del FSLN en las elecciones de febrero de 1990.
A partir de ese año, y de forma acelerada, la Jefatura de la Policía fue entretejiendo una relación cada vez más estrecha con el proyecto político de Ortega. En el paroxismo de esa identificación, la Directora General alimentaba el ego de Ortega llamándole melosamente “Jefe Supremo de la Policía Nacional”, un cargo que ni la Constitución ni las leyes contemplan. Sin embargo, ella insistió e insistió hasta que finalmente logró que ese título se oficializara en las reformas que se hicieron a la Constitución en febrero de 2014 y a la Ley de la Policía en julio de ese año. Por fin lograba Aminta Granera algo que hasta ese momento sólo el Ejército tenía: un Jefe Supremo. Pensó Granera seguramente que ya estaba “de igual a igual” con su hermano mayor.
De la policía de los años 80 a la de los años 90 y a la de hoy
En la década revolucionaria de los años 80 la identidad de la Policía era partidaria, no precisamente policial, comenzando con su apelativo: Policía Sandinista. Los jefes y oficiales exhibían con más orgullo sus carnés de militantes del FSLN que sus grados policiales. En aquellos años la Policía Sandinista era apenas el vagón de cola de la Dirección General de la Seguridad del Estado (DGSE). La seguridad de los ciudadanos estaba subsumida por la seguridad del Estado, del Estado revolucionario. La lógica era simple y primitiva: garantizando la seguridad del Estado revolucionario se garantizaba la seguridad de los ciudadanos y eso no admitía discusión.
Cuando el FSLN perdió el gobierno en las urnas en febrero de 1990 la Policía Sandinista perdió su referente ideológico, su fuente de identidad. La despartidización de la Policía fue uno de los puntos clave de los Acuerdos de Transición de marzo de 1990. El cambio de nombre a Policía Nacional fue una de las primeras medidas del gobierno de la Presidenta Violeta Barrios de Chamorro. Sin embargo, desde enero de 2007 quedó claro que la despartidización, la ruptura de los vínculos orgánico-funcionales con el FSLN, sólo fue una formalidad necesaria para poder sobrevivir en un escenario completamente adverso.
Bajo la lógica de “pensamiento grupal”, con el regreso de Daniel Ortega al gobierno, es posible que los jefes policiales pensaron que recuperaban su original identidad sandinista. Era un autoengaño. El eslogan “En Sandino y con Sandino”, que la Policía exhibe en su portal electrónico no pasa de ser retórica. No es ni siquiera una remembranza, porque el Sandinismo, el de Sandino y Carlos Fonseca, su legado ético, lo canjearon por el servicio al consorcio Ortega-Murillo, al que ahora sirven con diligencia y sin el menor asomo de rubor. Ésa es ahora su razón de ser, su ethos, su sentido de pertenencia.
¿Cuál es el sistema de educación policial?
Para comprender mejor esta crisis es preciso analizar cómo esta identificación ha afectado el comportamiento y desarrollo de elementos clave del sistema policial.
El primero de esos elementos es el sistema de educación policial, punto de partida de la carrera policial y responsable de la educación, formación y entrenamiento de quienes deben garantizar la seguridad de los ciudadanos y su patrimonio. Lo primero que llama la atención es la inexistencia de información oficial de ese sistema, cuyo órgano rector es la Academia de Policía autodenominada “cuna del saber policial”, como se lee en su portal electrónico.
Es poco o casi nada lo que se conoce del Sistema Educativo Policial. Sólo, de forma muy general y descriptiva, las cinco etapas de sus cambios curriculares y los diferentes cursos que ofrece la Academia, reconocida por el Consejo Nacional de Universidades (CNU) como Instituto de Estudios Superiores en el año 2000. Esos estudios van desde el Básico Policial (6 meses) al Técnico Medio Policial (11 meses) y a la Licenciatura en Ciencias Policiales (4 años), así como a diplomados y maestrías en Gerencia Policial, Pedagogía y Gestión Universitaria con énfasis en Educación Policial.
Se sabe también que el Modelo de Escuela Total, establecido por el programa de modernización de la Policía, financiado por la Agencia Sueca para el Desarrollo Internacional (ASDI) entre 1997 y 2000, está conformado por tres subsistemas: Formación, Capacitación y Preparación Continua. Sin embargo, nada se informa de los programas, planes de estudio y contenidos de las asignaturas ni del equipo docente. Es posible que esta información se encuentre en los archivos del CNU, pero no hay acceso a ella.
En el ejercicio de la autonomía institucional y funcional que ejerce la Policía, es la misma institución la que decide por sí y ante sí qué se enseña, quiénes enseñan y cómo se enseña, porque la participación del CNU es sólo un trámite burocrático. No existe, pues, ningún control civil en un sistema que funciona “a puertas cerradas”. Es obligado preguntarse entonces qué esconde la Policía y por qué lo esconde. Es justo preguntarse qué clase de policías están formando. Los hechos recientes nos han dado ya algunas pistas. Las carencias del sistema de educación policial, en el Modelo de Escuela Total es una de las claves para entender la crisis sistémica de la Policía.
“Entran a la política por falta de alternativas”
Otro aspecto de la crisis se encuentra en los procedimientos de reclutamiento que desarrolla la Academia de la Policía, en especial en los requisitos que exige para ingresar y en el rigor con que se observan.
En la convocatoria especial del año 2011 se listan requisitos generales: ser ciudadano nicaragüense, de honradez comprobada y con vocación de servicio tener buena reputación y prestigio en la comunidad donde residen los aspirantes, no tener antecedentes penales condenatorios ni policiales. Y entre los documentos que deben presentar se exigen tres cartas de recomendación. Estos requisitos y documentos son los que habitualmente se piden en otras instituciones públicas.
En un país en el que anualmente se incorporan cerca de 100 mil jóvenes a una economía altamente informalizada, en la que de cada 10 empleos que se crean, 7 son informales, usualmente precarios, mal remunerados, que requieren poco nivel técnico y de educación, las perspectivas de futuro de los jóvenes no son muy alentadoras y sus opciones están prácticamente limitadas al subempleo o a emigrar en busca de mejores oportunidades, mayoritariamente en Costa Rica.
Una cantidad reducida de estos jóvenes busca en la Policía, también en el Ejército, la posibilidad de mejorar sus condiciones de vida haciendo carrera policial o carrera militar. ¿Cuáles son algunas de las características socioeconómicas y educativas que en general tienen los jóvenes que aspiran a la Licenciatura en Ciencias Policiales? Con realismo, un Comisionado Mayor en retiro, quien fue director de la Academia de Policía y después uno de los Subdirectores de la Policía, asegura, con inusual franqueza, que son “gente con escasas posibilidades y que entran a la Policía porque quieren hacer alguna carrera profesional digna”.
En el protocolo de investigación de dos Comisionadas de la Policía de la Maestría en Pedagogía con mención en Educación Policial, de septiembre de 2009, se reconoce también esta realidad: “El candidato (a) que ingresa a la academia procede de los estratos con menos recursos económicos y carencia de otras alternativas, como el acceso a estudios superiores y oportunidades de empleo”.
Una cantidad importante de beneficios
Las “escasas posibilidades” hace referencia a que son jóvenes que proceden de familias de bajos recursos económicos que no pueden costear una institución de educación superior privada. Que, además, no tienen un expediente académico sobresaliente en sus estudios de secundaria, lo que les impide aprobar los exámenes de ingreso en las universidades públicas. Y aunque lo hicieran ahora que las universidades públicas han “flexibilizado” las pruebas de admisión para esconder el fracaso de los subsistemas de todo el sistema educativo nacional, asistir cuatro o cinco años a la universidad implica costos que sus familias no están en capacidad de afrontar.
En este desalentador escenario la “vocación de servicio” queda como un deseo en el aire, por no decir como un requisito “de cajón”. No es el motor que les impulsa a entrar a la carrera policial. En la convocatoria se les atrae con la lista de beneficios que tendrán como estudiantes de la Academia y como miembros activos de la Policía.
Los estudiantes reciben, entre otros beneficios, beca completa, un estipendio mensual, alojamiento, alimentación, atención médica y odontológica especializada y uniformes. Y como miembros activos de la institución, entre otros, salario, seguro de vida, seguridad social policial y subsidios de lactancia, anteojos, órtesis y prótesis, préstamos personales y acceso al comisariato de la Policía. Sin posibilidades de alcanzar una profesión en la vida civil, la Policía es la mejor y prácticamente la única opción que tienen para ascender en la escala social y mejorar su economía.
Una selección contaminada políticamente
¿Cómo se verifican los antecedentes de los aspirantes a policías? Teóricamente, la Academia comprueba las condiciones ético-morales de los candidatos en el medio donde se desarrollan y determina si candidatos y familiares son personas que tienen “la autoridad moral requerida para asumir su responsabilidad” como policías.
Sólo ante los expedientes de los aspirantes podría decirse si eso se cumple o no. Sin embargo, las tres cartas de recomendación facilitan el trabajo de “verificación” de antecedentes. En el actual escenario político, en el que el consorcio Ortega-Murillo controla todos los hilos del poder, las cartas de recomendación de los Gabinetes de la Familia, antes Consejos del Poder Ciudadano, instrumentos de control político de la población en los barrios, podrían simplificar el trabajo de verificación de antecedentes.
La verificación en el terreno se hace también a través de los Gabinetes y no de la comunidad, porque la Policía se relaciona con ellos, y es de la población que controlan los Gabinetes de donde es muy probable que proceda la mayoría de los aspirantes. Así, la selección carece del necesario rigor profesional por estar políticamente contaminada. Esto explica los resultados del desmantelamiento de los Comités de Prevención Social del Delito.
¿Cuántos Diógenes andan cobrando coimas para sus jefes?
Se puede alegar que lo que ocurrió con Diógenes Trinidad Medina Martínez, el ex-policía señalado como jefe de una banda de delincuentes, que murió en el enfrentamiento con la Policía en un barrio de Managua el 26 de enero, es un caso aislado. Tal vez. Sí es otra campanada de alerta sobre una de las formas en que opera la corrupción en la Policía.
Diógenes fue un joven con futuro en la institución, “maleado” por sus propios jefes. En una crónica de “Confidencial”, familiares y fuentes policiales dijeron, bajo condición de anonimato, que este muchacho fue corrompido por sus jefes en uno de los distritos policiales de la capital, iniciando ese trabajo cuando le propusieron formar parte de un “grupo selecto” cuya “misión especial” era cobrar coimas en expendios de drogas y centros nocturnos. “La Policía tenía conocimiento de todo”, dijo un familiar de Diógenes.
“Este tipo de actos es común en los distritos policiales de Managua. Yo estuve en uno y sin asco me decían que tenía que ir a traer un sobre a equis centro comercial bajo el concepto de ayuda para actividades deportivas. Pero nada de eso, los jefes se quedaban con el dinero. Otras veces iba a las discos a traer un sobre. Igual: para este mismo tipo de actividades”, confió una fuente policial. “En las calles andan muchos Diógenes”, aseguró una de las fuentes policiales consultadas. Si es así, resulta evidente que en las filas policiales hay también muchos jefes que corrompen a sus subordinados.
El de Diógenes no es un caso aislado. Tiene antecedentes. Dos especialmente, que tal vez ya hemos olvidado. El primero, el de altos oficiales de la Policía que acudían a un bar-restaurante-night club ubicado en las inmediaciones del Mercado de Mayoreo, cuyo propietario fue asesinado en marzo de 2006 con la pistola del entonces jefe de la Policía de Managua. El autor material fue juzgado y condenado, pero no los autores intelectuales. Se conoció en ese entonces que con frecuencia llegaban policías a retirar a ese antro importantes sumas de dinero a nombre de sus jefes. El otro caso fue el del asesinato de un informante de la Policía relacionado con el mismo jefe de la Policía de Managua, relacionado con el caso del antro, en un restaurante ubicado en las inmediaciones de la UCA, siete años más tarde, en marzo de 2013.
Aminta Granera diez años atrás
En mayo de 2006, Envío señaló que el crimen de “Aquí Polanco” -nombre del antro- “sacó a flote aspectos turbios y escondidos que comprometen a la institución policial”. Eran tiempos en que Aminta Granera, entonces Inspectora General de la Policía, estaba a un paso de convertirse en su Directora General, después de una meteórica carrera en las filas de la institución. Eran tiempos en los que, según confesó su entonces Director General, Edwin Cordero, la Policía pagaba con cocaína a sus informantes...
Entre sus deberes funcionales como Inspectora General, Granera debía “cuidar por el prestigio de la institución disponiendo las investigaciones necesarias ante los reclamos o denuncias que formulen autoridades o particulares o de las que tenga conocimiento en relación a la conducta del personal”. Debía “dictar resoluciones en base a las verificaciones que realice y al resultado de las investigaciones por denuncias o quejas que reciba o tenga conocimiento sobre el comportamiento del personal policial”. Debía también “corregir de forma inmediata cualquier infracción muy grave que por su trascendencia y relevancia afecten sensiblemente la disciplina y el prestigio institucional aplicando las sanciones correspondientes”.
Después del escandaloso caso de marzo de 2006, Aminta Granera optó por ensayar una justificación en las páginas de Envío. Decía el texto: “Ella cree que los hechos estaban siendo distorsionados con la pretensión de abarcar a toda la Policía y llamó a los medios de comunicación a hacer una crítica constructiva”.
Si bien Granera reconoce que la corrupción es un “problema” que existe en la Policía, llama a acabar primero con los corruptores de afuera para luego poder acabar con los corruptos de adentro. En un vano intento por exculpar a la institución Granera aseguró: “Yo creo que los países y las sociedades tienen las Policías que se merecen”. Años después es pertinente preguntarle si la Policía que aún encabeza ella, al menos formalmente, es la que los nicaragüenses nos merecemos. ¿O es la que ella y el consorcio Ortega-Murillo nos han impuesto?
Hace ya una década, “Envío” advertía en aquel texto que “la Policía Nacional atraviesa por una difícil situación interna y, aunque aún está a tiempo de superarla, puede convertirse en el corto plazo en la próxima víctima del sistema de corrupción que invade las instituciones del país”. Y añadía que “no son pocos los oficiales y agentes -incluyendo los de más alto nivel- que ya se han convertido en ejemplos de la perversa consecuencia del neoliberalismo”. Ahora, cuando el neoliberalismo ha sido remplazado por un régimen que dice ser “cristiano, socialista y solidario”, ¿cuál es la consecuencia perversa en la crisis por la que atraviesa la Policía?
¿Por "los intereses de la nación”?
El artículo 30 de la Ley 872 establece: “La carrera policial es la que desarrolla el personal que ingresa a la institución policial bajo un régimen laboral especial, cuyos procedimientos para ingreso, permanencia, atención, desarrollo, selección del relevo generacional y finalización de carrera, se regulan en la presente Ley y normativas internas que emita el Director o Directora General”.
También precisa la ley los límites de tiempo de la carrera policial: un máximo de 40 años de servicio activo o al cumplir 65 años de edad. Pero añade en su artículo 38: “Por interés institucional el tiempo de servicio activo de los oficiales generales podrá ser extendido por el Presidente de la República y Jefe Supremo de la Policía Nacional y para el resto del escalafón por el Director o Directora General de la Policía Nacional”.
El artículo 47 de la ley deja en claro la intencionalidad política de la reforma impuesta por Ortega en 2014, ya que establece que el período del Director General es de cinco años, pero que el Presidente de la República podrá prorrogarlo “de acuerdo a los intereses de la nación”.
¿Intereses de la nación, de la institución o del régimen? Mientras la tasa de crecimiento global del completamiento policial (cantidad de efectivos o pie de fuerza) creció 58.97% entre 2006 y 2015 (último año disponible), el número de Comisionados Generales pasó de 4 a 20 (400%), el de Comisionados Mayores de 32 a 144 (440.62%) y el de Comisionados de 136 a 376 (176.47%) en esos años.
La policía ha crecido con la forma de un enano cabezón
En 2006 la proporción de jefes policiales (oficiales con nivel de mando) sobre policías era de 1 por cada 54. En 2015 esa relación se redujo: 1 por cada 23. En términos populares, la Policía se ha ido convirtiendo en una institución “con más caciques que indios”. Lo que en realidad se está creando es un cuerpo deforme en el que la cabeza crece de forma acelerada, desproporcionada y desordenada y el resto del organismo, a pesar de crecer numéricamente, se achica proporcionalmente.
Siete años atrás ya comenzaba a ser evidente la deformación institucional. El Comisionado Mayor en retiro y fundador de la Policía, Javier López Lowery, advertía que el mando de la institución es estaba transformando “de una estructura piramidal a una cuadrangular debido al crecimiento en el número de oficiales superiores. Gráficamente, al aumentar el número de Comisionados Generales lo que tenemos es una Policía Nacional parecida a un enano cabezón: una cabeza grande y un cuerpo pequeño”.
Aunque López Lowery hace sólo un análisis institucional, Roberto Orozco, civil experto en seguridad pública, “pone el dedo en la llaga” del análisis político al afirmar: “El aumento en el número de oficiales superiores de la Policía Nacional no obedece a una redefinición funcional de la fuerza, tal y como lo grafica Javier López Lowery, sino más bien a una motivación política. Como no existe razón basada en estudios para tal decisión, debemos considerar que esa transformación estructural del mando obedece a un interés estratégico del Presidente Ortega de profundizar su control subjetivo sobre la institución usando un mecanismo prebendario o clientelista que conlleva a premiar a oficiales leales a su proyecto político”.
El complejo de hermano menor
La deformidad también implica graves efectos en la estructura orgánico-funcional de la Policía, lo que a su vez impacta en la lógica y funcionamiento del mando vertical y único que caracteriza a toda fuerza policial.
El artículo 40 de la Ley 872 prescribe: “La jerarquía está determinada por el cargo que desempeña el funcionario en el sistema organizacional y por el grado que ostenta. La correspondencia entre la jerarquía del cargo y el grado será determinada a través de la normativa respectiva que emita el Director o Directora General”. Pero esa normativa se desconoce y lo que sí se conoce es que en la Jefatura Nacional sólo hay espacio para seis Comisionados Generales, cinco en las cinco Subdirecciones Generales y uno en la Inspectoría General. Así las cosas, es obligado preguntarse: ¿Qué hacen, en qué car¬gos¬ están ubicados los restantes 18 Comisionados Genera¬les?¬¬
Desde que se instituyó el grado de Comisionado General se ha vuelto una costumbre de mal gusto, aunque no para ellos, que les llamen solo “General” y no con el grado completo. ¿Será acaso que se sienten más reconocidos y con mayor poder si se les llama de esa forma, con un título, el de “general”, que en Nicaragua solo corresponde a los militares? Tal vez asoma de nuevo el “complejo del hermano menor” y tenemos que ver a la actual Policía como la “hermana menor” del Ejército, que en busca de reconocimiento y atención imita todo lo que hace el hermano mayor.
Ascensos en grado, “un premio a la lealtad”
Si la normativa a la que hace referencia el artículo 40 de la Ley 872 existe, ésta no aparece en el Marco Legal de la Policía descrito en su portal electrónico. No es del conocimiento público. En consecuencia, no es posible analizar a fondo aspectos importantes como las promociones o los ascensos en grado, ni si en realidad se cumple la correspondencia entre la jerarquía del cargo y el grado, tampoco si se cumplen efectivamente los requisitos establecidos para los ascensos.
La falta de información oficial, que es la falta de transparencia, característica de la Policía y de todas las instituciones del Estado, abre las puertas a dudas sobre la legitimidad de los ascensos y lleva a considerar que no obedecen a los criterios que sustentan la carrera policial.
La única explicación posible es que los ascensos son, como afirma Roberto Orozco, un “premio de la lealtad” de la cúpula policial al proyecto del consorcio Ortega-Murillo, así como a la necesidad del consorcio de mantenerlos al frente de la Jefatura, de las Líneas Nacionales, de los Órganos de Apoyo, de las delegaciones departamentales e incluso de las delegaciones municipales más importantes.
Hasta el año 2015 quedaban en la Policía 80 de sus fundadores y 158 de sus miembros tenían ya 31 o más años de servicio, índice de que ingresaron a la Policía durante los primeros años de la Revolución, cuando la Policía era Policía Sandinista. Resulta más que evidente que la “camada de fundadores” está en vías de extinción y que Daniel Ortega necesita mantenerlos de cualquier manera para garantizarse la lealtad personal -no política ni ideológica- para asegurar la existencia y estabilidad de su régimen. Solo así se explica la ampliación que se hizo en la Ley 872 de la edad de retiro a 65 años y del tiempo de servicio a 40 años, así como que el retiro del Primer Comisionado y los Comisionados Generales quede a voluntad de Ortega bajo la anodina justificación de “interés institucional”.
Retener en sus cargos al Director General y a los Comisionados Generales por tiempo indefinido ha provocado un bloqueo en el desarrollo normal de la carrera policial. Los 25 miembros de la cúpula policial, el Director General y los 24 Comisionados Generales, que permanecerán en la Policía por el tiempo que Ortega les necesite, se han convertido no solo en una verdadera “cabeza hinchada”, sino en el “tapón” que frena los ascensos de 173 Comisionados Mayores y 512 Comisionados, un total de 685 oficiales. Se ha fabricado así una verdadera olla de presión que tarde o temprano tendrá que explotar.
Crece la cabeza, crece el presupuesto
A medida que la cabeza de la Policía se hincha con más Comisionados Generales, Comisionados Mayores y Comisionados, también se inflama el gasto policial, especialmente en el rubro “servicios personales” (sueldos, compensaciones de sueldo y conexos). También se amplía aún más la brecha entre quienes ganan mucho y quienes ganan poco.
En 2007, cuando la Policía era aún formalmente una de las cuatro direcciones generales del Ministerio de Gobernación, el pie de fuerza (efectivos) de la Policía era de 9,290 efectivos, tenía un Director general, cuatro Comisionados Generales y 32 Comisionados Mayores, y un presupuesto de 925 millones 481 mil 204 córdobas, el 77.60% del presupuesto total del MINGOB. El 22.40% lo compartían el Ministerio, los Bomberos, Migración y el Sistema Penitenciario. Una desproporción inexplicable. Era un absurdo que una dirección general de un ministerio contara con un presupuesto superior al del propio ministerio.
En 2016 el pie de fuerza de la Policía llegó a 14,470, creció 64.21% en relación a 2007. Los Comisionados Generales se multiplicaron por seis, llegando a 24 y los Comisionados Mayores se multiplicaron casi por seis, totalizando 173. A la par, como era de esperarse, creció el gasto en seguridad pública, que pasó de 925 millones 48 mil 204 córdobas en 2007 a 2 mil 834 millones 767 mil 281 córdobas en 2016 y a 3 mil 367 millones 890 mil 845 córdobas en 2017.
En 2016 el rubro “servicios personales” consumió el 59.91% del presupuesto total de la Policía. En 2017 se incrementó en 66.65%. Resulta más que evidente que el incremento del gasto en seguridad en el rubro “sueldos y conexos” (décimo tercer mes, compensaciones adicionales al sueldo, entre otros) entre 2015 y 2016 no fue por la incorporación de 819 policías, que tienen un salario mensual de unos 6 mil córdobas (2016), sino por los 4 ascensos a Comisionados Generales, 31 a Comisionados Mayores y 132 a Comisionados en el mismo período.
Esto significa que los impuestos de los contribuyentes se están utilizando para agrandar más la cabeza de un cuerpo que no funciona, que no es capaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos y sus bienes.
¿Cómo se administra el presupuesto de la policía?
La reforma a la Ley de la Policía Nacional en junio de 2014 oficializó la separación que de hecho existía entre la Policía y el Ministerio de Gobernación. Más allá de la intencionalidad política de la reforma, esa decisión complicó aún más la posibilidad de analizar adecuadamente la calidad, eficiencia y transparencia de la ejecución del gasto en seguridad pública, lo que era ya difícil antes de la reforma. La razón es sencilla: el rubro “servicios personales” sólo se presenta de forma global y no se desagrega por grado o por cargo, de tal forma que lo único que puede presumirse con un importante grado de certeza es que los sueldos del Director General, Comisionados Generales y Comisionados Mayores deben ser equivalentes a los del Ministro, Viceministros y Secretarios Generales de un ministerio. De esto se deduce que en 63 ó 64 altos cargos se concentra un alto porcentaje del rubro “servicios personales” del presupuesto de la Policía, sin incluir una serie de beneficios además de las “compensaciones de sueldo”: vehículo asignado, combustible, mantenimiento del vehículo, sólo para citar tres ejemplos.
La separación de la Policía del Ministerio de Gobernación dejó algo positivo. Ahora se conoce con un poquito más de detalle la forma en que se distribuye el presupuesto de la Policía, particularmente en el rubro “servicios personales”, parcialmente desagregado en el “gasto corriente”.
Este pequeño resquicio ha permitido encontrar más dudas que certezas. O quizás, hallar certezas de un manejo amañado de los recursos que se le asignan. Apelando a la honradez de quien una vez quiso ser religiosa y ahora es la Directora General de la Policía, Aminta Granera está obligada a ser transparente y a sincerarse ante la ciudadanía y ante los contribuyentes.
En primer lugar, debe hacer pública la lista de todos los sueldos por cargos y grados de la Policía. También debe explicar por qué en el presupuesto que aprueba la Asamblea Nacional hay rubros duplicados, con el mismo código, pero con montos diferentes, como: “sueldos cargos permanentes”, “décimo tercer mes”, “aporte patronal”, “compensación por antigüedad”, “otras compensaciones adicionales al sueldo”… Además, debe decirnos por qué los rubros “sueldos cargos transitorios”, “jornales por décimo tercer mes” y “aporte patronal personal transitorio” se triplican. ¿Es que hay dos o más policías en esos cargos? ¿O se trata de un burdo ardid presupuestario para ocultar una doble o triple planilla para pagar sumisión y lealtades?
Si bien la intermediación del Ministerio de Gobernación entre el Director de la Policía y el Presidente de la República era más que nada una formalidad, porque el Ministerio no tenía capacidad para ejercer control civil sobre la Policía, al eliminarse la intermediación se terminó no sólo con la formalidad, sino que se convirtió a la Policía en una institución prácticamente autónoma funcional e institucionalmente que no le rinde cuentas a nadie.
¿Menos delitos... o menos denuncias?
Si en Nicaragua la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes es baja, no es porque tenga una Policía profesional y supereficiente. Hay otras razones, y de peso, como el hecho de que el permanente estado de violencia política armada en el que ha vivido el país ocupó los espacios que “naturalmente” corresponden a la violencia delictiva común, sea armada o no.
A pesar de esto, es ya un hecho que la actividad delictiva está en alza. De lo contrario, la Policía no habría desplegado a sus fuerzas especiales en Managua para enfrentar a la delincuencia común. La retórica oficial enfatiza la baja tasa de homicidios, haciendo abstracción de los delitos que, de hecho, generan cotidianamente más inseguridad en la población: lesiones, violaciones sexuales, violencia en el hogar, hurtos, robos con fuerza, robos con intimidación, robos con violencia.
En 2013 se judicializaron 2,238 robos, delitos que fueron denunciados, investigados por la Policía y llevados ante la justicia por la Fiscalía. La delincuencia va en aumento: entre el 1 de enero y el 9 de noviembre de 2016 se judicializaron 3,007. ¿Cuántos son los delitos que no se denuncian, los que entran en la llamada “cifra negra” o subregistro? Los organismos internacionales cuantifican el subregistro calculándolo en una cantidad aproximadamente igual o un poco menor a los denunciados.
A fines de 2016 e inicios de 2017 las autoridades policiales presentaron como un logro de la institución la reducción en 15% de las denuncias. Lo consideran un logro porque identifican, de forma mecánica y sin mayor análisis, esa reducción con una disminución de los delitos. Esta peregrina interpretación es una suerte de triunfalismo sin sustento. La pregunta que deberían hacerse ante esa reducción es la razón por la que las víctimas de delitos no recurren a la Policía para denunciarlos. Distintas investigaciones periodísticas coinciden en que la población no lo hace porque desconfía de la Policía, porque perderán tiempo, porque no recuperarán nada… porque “la Policía no resuelve”.
El “país más seguro" sin política de seguridad pública
En su artículo 1, la Ley 872 menciona una Política Nacional de Prevención y Seguridad Ciudadana y Humana. Es un esfuerzo infructuoso encontrar en qué consiste en el portal electrónico de la Policía. No se encuentra, no existe, o se guarda en secreto, lo que de hecho niega que sea entonces una política pública.
Lo único que se conoce es una llamada “Estrategia de Seguridad Ciudadana y Humana”, un documento salido del Consejo de Comunicación y Ciudadanía, cuya coordinadora es la ahora Vicepresidenta Rosario Murillo. Esa “estrategia” es una incoherente mezcla de objetivos y tareas que van desde las referidas a temas de desastres naturales hasta las relacionadas con temas de agua y saneamiento, pasando por los incendios forestales y la transformación de la cultura cotidiana de los nicaragüenses. En la estrategia se afirma que “La Policía Nacional impulsará Planes de Prevención y Protección de las personas, las familias y la comunidad”.
Al contrario de cualquier política pública, esa estrategia y esa política, si existe, no pasa de ser un texto de escritorio sin conexión alguna con la realidad, un texto que no resuelve la “situación socialmente problemática” de la seguridad pública en Nicaragua.
A pesar de lo que indican las estadísticas policiales, el incremento de la criminalidad no sólo más recientemente, sino desde hace ya un tiempo, revela que la fuerza pública no funciona y que la “estrategia” no es otra cosa que una extravagante declaración de deseos que no indica cómo se harán realidad ni con qué recursos se trabajará para lograrlo. Sólo se enumeran los deseos.
Lo real es que el Estado de Nicaragua no cuenta con una Política de Seguridad Pública expresamente formulada y con amplio consenso nacional. Si algo hay son apenas planes coyunturales, de ocasión y no una política de Estado de largo aliento que trascienda en el tiempo y sobrepase planes gubernamentales o de un partido.
Cuando cambie este régimen...
La Policía puede negar que viva una crisis sistémica. Pero eso no la resuelve, más bien la agrava, porque la prolonga y la hace cada vez más aguda. Negarla es hacer las del avestruz que ante un peligro inminente esconde su cabeza en la arena y deja todo su cuerpo al descubierto.
Toda crisis sistémica, como la de la Policía, demanda soluciones sistémicas, soluciones que toquen a la totalidad del sistema, que cambien todo el sistema. El primer paso es que la Policía admita esta crisis, que reconozca que sus fallas y debilidades no son coyunturales sino estructurales. El hecho de que en Nicaragua se haya incrementado en más de 300% la compra de armas de fuego en el mercado internacional, de acuerdo a un reciente informe del organismo especializado Sipri y el hecho de que entre la población haya crecido el número de gente que considera “que con tener un arma pueden protegerse mejor”, evidencia una tendencia a la “autodefensa” porque piensan que quien debería defenderla, la Policía, no lo hace o lo hace mal.
El problema de fondo es que el sistema policial está inmerso en un sistema mayor, el implantado por el consorcio Ortega-Murillo, alrededor del cual gira como satélite. La Policía es parte de ese sistema mayor. Por eso, la solución sistémica a la crisis sistémica de la Policía pasa, necesariamente, por el desmontaje total del sistema mayor. Por un cambio de régimen.
Cuando ese momento llegue la Policía recurrirá a sus artificios para sobrevivir en el nuevo escenario, como lo hizo durante los tres gobiernos democráticamente electos tras la derrota del FSLN en 1990. Será entonces que la Policía deberá ser sometida a un profundo escrutinio institucional y social, que deberá pasar por una depuración radical. Será entonces cuando deberá reiniciar un frustrado proceso de profesionalización para que los nicaragüenses tengamos, por fin, la Policía que nos merecemos.
Texto publicado en Envío n° 421, abril 2017, http://www.envio.org.ni/articulo/5323.
Roberto Cajina es consultor civil en seguridad, defensa y gobernabilidad democrática.