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BRASIL - ¿Una segunda “marea rosa”?

Cicero Araujo, Nueva Sociedad

Viernes 30 de septiembre de 2022, puesto en línea por Françoise Couëdel

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16 de septiembre de 2022 - Nueva Sociedad - El ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva aspira a volver al poder aupado por un frente democrático que desafíe a la extrema derecha de Jair Bolsonaro. Para eso, selló una alianza con su ex-adversario Geraldo Alckmin y busca trascender las fronteras de la izquierda. Por ahora, el ex-presidente encabeza las encuestas, pero incluso en caso de ganar, no es claro que se puedan recuperar los ejes de los gobiernos petistas del pasado.

La “marea rosa” brasileña tuvo lugar entre 2003 y 2016, con el país gobernado por el Partido de los Trabajadores (PT) durante cuatro mandatos consecutivos. El cuarto de estos mandatos fue interrumpido antes de que alcanzase la mitad del periodo fijado por la Constitución por un proceso de destitución que separó de su cargo a la presidenta Dilma Rousseff en agosto de 2016. Menos de un año después, en julio de 2017, el ex-presidente Luiz Inácio Lula da Silva fue condenado a nueve años y seis meses de prisión, por supuesta participación en los casos de corrupción que involucraron a Petrobras, la petrolera estatal. Líder del PT, era también la carta principal del partido para las elecciones presidenciales del año siguiente.

Esta sucesión de acontecimientos representó el punto culminante de una crisis constitucional que afectó no solo al llamado “experimento petista”, sino a la propia estabilidad democrática del país. Acto seguido, en octubre de 2018, Jair Bolsonaro, candidato de extrema derecha en ascenso meteórico, se hizo con el triunfo en las elecciones, logrando una diferencia de cerca de diez millones de votos con Fernando Haddad, el candidato improvisado del PT una vez que quedó claro que Lula da Silva, quien se encontraba cumpliendo prisión efectiva, no podría postularse. Tras la asunción, el nuevo presidente ofreció la jefatura del Ministerio de Justicia al juez federal Sergio Moro, responsable del proceso y la condena de Lula. Moro dejó el cargo de juez y asumió como ministro.

Hoy, de cara al final de su mandato, puede decirse que Bolsonaro no frustró las expectativas de sus adversarios pero que, en cambio, sí decepcionó a una porción considerable de quienes lo apoyaron. Según distintas encuestas de opinión pública, su popularidad a lo largo de la gestión nunca llegó a superar el 37% y cayó durante algunos tramos a un piso de 20%. Son números que reflejan la torpeza de las medidas adoptadas por su gobierno, sobre todo en relación con la pandemia de covid-19. Por lo demás, en noviembre de 2019 –recién cumplido el primer año de su mandato–, el presidente recibía una noticia poco auspiciosa para sus planes de reelección: en un giro espectacular respecto de su anterior posicionamiento, Luiz Edson Fachin, ministro del Supremo Tribunal Federal (STF), resolvía dar lugar al pedido de anulación de la sentencia condenatoria de Lula da Silva y autorizar su salida de la cárcel. En abril de 2021, la corte en pleno confirmó la decisión y otorgó al ex-presidente la restitución de sus derechos políticos.

En una situación de normalidad constitucional, un presidente con niveles tan bajos de apoyo popular como Bolsonaro no tendría la menor chance de ser reelegido. Brasil, sin embargo, atraviesa un periodo muy turbulento e inestable que hace que todo sea posible. Bolsonaro es un político tosco, pero conserva capital político: incluso con un desempeño plagado de traspiés, logró asegurarse respaldo mayoritario en el Congreso, donde no tiene mayoría propia. Y yendo en contra del discurso ultraliberal y las promesas de control severo del gasto público que signaron su campaña –en sintonía con el evangelio predicado por su ministro de Hacienda, Paulo Guedes–, hoy apunta a meter mano a fondo en las arcas públicas, con la esperanza de reconquistar al electorado perdido. Un gesto muy revelador, ya que pone en evidencia que no es un modelo económico lo que agita el pecho del mandatario; en rigor, el blanco principal de sus ambiciones son justamente las instituciones del régimen democrático aún vigente, un régimen tambaleante al que Bolsonaro ansía asestarle el golpe de knock-out.

De todos modos, en el momento en que se escribe este artículo, Lula da Silva aparece en todas las encuestas como el precandidato favorito de cara a las elecciones de octubre de este año. Si el ex-presidente se impone en la votación, descontando el dato obvio de que su regreso le pondrá un freno a la avanzada del autoritarismo en Brasil, el resto sin embargo es una gran incertidumbre acerca de lo que cabe esperar de un nuevo gobierno suyo. ¿Retomará Lula los hilos de la “marea rosa” perdidos en los acontecimientos dramáticos de 2016, o la nueva coyuntura lo forzará a tomar una ruta alternativa? Eso es lo que este artículo se propone discutir. Pero antes de adentrarnos en tal cuestión conviene abordar, en una síntesis retrospectiva, las raíces de la crisis política que atraviesa el país.

Antecedentes de la crisis constitucional brasileña

La situación actual de Brasil reproduce, en cierto modo, los desarreglos que vienen padeciendo las democracias en diversas partes del mundo. Que tales desórdenes afecten también a países y regiones enteras en donde la práctica de la democracia ostenta fuertes raíces históricas es algo que otorga a la crisis actual un perfil bastante inédito y peculiar. Por primera vez en mucho tiempo, se da una sincronía casi perfecta de graves perturbaciones políticas tanto en países caracterizados típicamente por la precariedad o la intermitencia de sus regímenes democráticos como en otros donde la democracia podría considerarse estable y sólida, como Estados Unidos y varias naciones de Europa occidental.

El síntoma más evidente de esta situación es el crecimiento de fuerzas y corrientes autoritarias de extrema derecha, que se expresa en la conquista de un número significativo de votos y, con ello, de una posición destacada en la conformación de los parlamentos, si no en el control del Poder Ejecutivo. Por lo demás, tales corrientes parecen propiciar un efecto de contagio, en la medida en que el éxito de una fuerza de extrema derecha en un país determinado genera fenómenos semejantes en otros países. Así, el triunfo del Brexit en Gran Bretaña en 2016 y, meses después, la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses en buena medida impulsaron el ascenso de Bolsonaro en Brasil, el cual contagió a su vez el escenario político de los países vecinos.

De cualquier modo, y aun cuando existan rasgos comunes, cada crisis exhibe su propia historia, con sus peculiaridades. Hagamos entonces un repaso del cuadro que nos ocupa.

Cuando Lula da Silva asumió por primera vez el cargo de presidente de la República, el 1o de enero de 2003, Brasil vivía un momento de gran aceptación popular del régimen constitucional establecido tras una larga dictadura militar (1964-1984). Pese a que el suyo era un triunfo inédito –era la primera vez que el líder de un partido de izquierda encabezaba un gobierno nacional–, Lula da Silva no asumía su cargo en el vacío. Lo antecedía una etapa en la que un proyecto socialdemócrata clásico, inscrito en la Constitución Federal de 1988, había tenido que ajustarse a las coyunturas nacional e internacional surgidas, por un lado, de una larga crisis inflacionaria y un traumático proceso de destitución del presidente Fernando Collor de Melo, en 1992, y, por el otro lado, de la crisis del Estado de Bienestar en Occidente y el colapso de la Unión Soviética.

Le tocó a Fernando Henrique Cardoso, primero como ministro de Hacienda (1993-1994) y luego como presidente de la República (a partir de 1995), dar los pasos iniciales en una senda que le aseguraría al país un periodo de estabilidad democrática sin precedentes, que duraría cerca de 20 años. Lo propio de esa senda era la conjunción y el roce, o más bien las fricciones entre las pautas de un modelo neoliberal –entonces en pleno ascenso internacional– y las promesas, consensuadas en la Asamblea Constituyente de 1987-1988, de resarcir la “deuda social” heredada de la dictadura militar. De esa amalgama surgió una suerte de guion político y económico a largo plazo, de vocación suprapartidaria, que en otro lugar denominamos “modelo social-liberal [1]”.

En la arena partidaria-electoral que se conformó tras la caída de Collor de Melo, el PT y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, centroderecha) se convirtieron en los dos puntales del régimen político en construcción. Encarnaron los polos de atracción para las preferencias electorales en una suerte de modelo con dos ramificaciones: una más “liberal”, inclinada a la derecha, y la otra más “social”, inclinada a la izquierda. La primera fue transitada durante los dos mandatos de Cardoso y el PSDB; la segunda llegó con el triunfo de Lula y el PT.

Un segundo aspecto del modelo tiene que ver con una regla no escrita para el ejercicio del Poder Ejecutivo, una que muchos politólogos llaman “presidencialismo de coalición [2]”. En el fondo, se trata de una racionalización de lo aprendido tras el proceso que acabó con la destitución de Collor de Melo. Y esta es la lección que de allí se desprendía: el presidente de la República debe construir una amplia mayoría en el Congreso –un apoyo más amplio que el de la alianza que hizo posible su elección–, en vistas a asegurarse al mismo tiempo el protagonismo de sus proyectos y la estabilidad en su propio cargo. Si esa regla se violase, quedaría abierto el camino para un destino similar al de Collor de Melo en 1992. Poner en práctica esa regla implicaba, sin embargo, una reducción brutal de la transparencia en las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, puesto que el objetivo de ampliar el apoyo parlamentario traía aparejada una serie de acuerdos y pactos a menudo inconfesables entre el presidente y miembros de distintos partidos que no integraban la alianza electoral vencedora y ahora debían ser cooptados de algún modo. No bien la regla se implementó durante la presidencia de Cardoso, fue convirtiéndose informalmente en una instancia paralela de acceso al poder estatal, tejida a lo largo y ancho de la malla del poder oficial, lo que incluía una relación promiscua entre la representación política (en todos los niveles) y el poder económico, sobre todo el más vinculado y dependiente de recursos públicos. A esa instancia paralela la denominamos “Cámara Invisible [3]”. Su naturalización en el juego político y electoral contribuyó a la estabilidad de la interacción entre el Ejecutivo y el Legislativo en los años subsiguientes. Pero a largo plazo nada de esto era seguro.

Un tercer aspecto del modelo remite al nuevo papel desempeñado por el Poder Judicial. Comprendido en todo su espectro, este pasaba a abarcar no solo a jueces y tribunales, sino también las instancias independientes de control del ejercicio de los otros dos poderes constitucionales –atribución que la Carta de 1988 delega claramente en el Ministerio Público (MP) y, en cierta medida, en la Policía Federal (PF)–. Tal cuadro garantizaba al mp el poder de “provocar” a los tribunales –incluida la Corte Suprema– en nombre de los derechos difusos de la ciudadanía, a fin, por ejemplo, de investigar casos de corrupción en los órganos de gobierno y llevar a juicio a sus responsables. A medida que se iba expandiendo el proceso contemporáneo de judicialización de los conflictos sociales y políticos, ese nuevo papel del Poder Judicial se volvió un arma importante para las fuerzas opositoras, cualquiera fuera el lado del espectro político del que estas proviniesen [4].

Como arma de combate político, hicieron uso abundante de ella todos los partidos insatisfechos con su posición eventualmente minoritaria en el Congreso, contrarrestando la maquinaria de cooptación que la práctica del presidencialismo de coalición había propiciado. En cierto modo, por ende, estos dos últimos aspectos del modelo social-liberal que mencioné se oponían entre sí, lo que parecía adecuarse a la clásica noción de checks and balances (pesos y contrapesos) de los poderes constitucionales, aunque también abría brechas para futuras crisis de implementación del modelo.

La gestión de Cardoso se había destacado por el éxito en el combate a la hiperinflación, y eso le otorgó una fuerte legitimidad a la orientación neoliberal de su política económica: privatizaciones, monetarismo, apertura comercial, liberación del mercado de capitales, etc. Y también posibilitó que se echase una palada de cal en favor de las políticas de desarrollismo nacional que el país había implementado desde la era de Getúlio Vargas, aunque con notable caída a partir de la década de 1980. El éxito en el control de la inflación y la idea de que esto debería estar al tope de las prioridades en cualquier gestión de la economía echaron raíces en la opinión pública nacional. Conscientes de eso, Lula da Silva y sus consejeros buscaron ya desde la campaña electoral el modo de ajustar el programa del PT a este imperativo, y así fue como la “Carta al pueblo brasileño” (junio de 2002) esclareció que la lucha contra la inflación sería una prioridad [5].

Evitando el choque frontal con la orientación neoliberal que los precedió, Lula da Silva y el PT tuvieron que buscar alternativas para dar cumplimiento a las promesas de reformismo social, marca registrada del partido y punto fundamental de su plataforma de campaña. Así fue como se establecieron las llamadas “políticas sociales focalizadas” que luego serían implementadas por su gobierno –y que se fueron desplegando a lo largo de sus dos mandatos–, de las cuales el Programa Bolsa Família ocupó el lugar central. El Bolsa Família fue un amplio programa de transferencia de ingresos para los más pobres. Aun cuando no abarcase servicios públicos universales y de carácter esencialmente no mercantil, típicos del welfare state europeo, el programa tuvo un impacto profundo en los sectores trabajadores más precarios, una parte bastante numerosa, si no mayoritaria, de la población brasileña. En definitiva, posibilitó para ese sector una inserción real, aunque modesta, en el mercado de consumo, gracias a recursos en dinero transferidos directamente por los organismos estatales [6].

En favor de estas mismas camadas trabajadoras se establecieron, asimismo, otras medidas que hicieron posible el acceso a crédito con bajos intereses, la adquisición de vivienda propia (como con el programa Minha Casa, Minha Vida, lanzado durante el segundo mandato) y el financiamiento de la enseñanza superior en instituciones privadas. Finalmente, la política de cupos raciales y sociales (para personas de bajos ingresos) en el ingreso a universidades públicas, la posterior ampliación del número de plazas, la contratación de nuevos docentes e inversión en infraestructura; y, por sobre todo, la elevación anual del salario mínimo por encima de la inflación.

Es cierto que el ciclo internacional del boom de los commodities, en pleno auge justamente durante los dos mandatos de Lula da Silva, ayudó bastante al desempeño gubernamental. Su enorme impacto en la balanza comercial y financiera prácticamente blindó al país frente a los shocks externos, en virtud de una acumulación de reservas sin precedentes y de una situación aliviada para la deuda pública [7]. En paralelo, es importante subrayar que el tipo de reformismo social que se implementó –fuertemente orientado, como decíamos, a la inserción en el mercado consumidor de enormes contingentes de la población hasta entonces excluidos– acabó contribuyendo a la reactivación del crecimiento económico e, indirectamente, del mercado de trabajo.

En el campo político, al gobierno no le tomó mucho tiempo lograr una mayoría relativamente estable en el Congreso. Individualmente, la bancada del PT en Diputados era la más grande, pero aun incluyendo a los parlamentarios de los partidos de la alianza electoral estaba lejos de ser mayoritaria, y en el Senado la situación era más complicada. Sin embargo, con la práctica del presidencialismo de coalición ya allanada, el uso de la maquinaria estatal permitió atraer un número suficiente de diputados y senadores de diferentes partidos para la “base aliada”. Era, como no podría ser de otro modo, una alianza muy heterogénea desde el punto de vista ideológico y programático, y por ende algo viable solo sobre la base de las prebendas que el control de la máquina administrativa podía asegurar.

Esta política, que obviamente tiende a reducir bastante los niveles de moralidad pública, se cobró muy pronto sus primeras víctimas. A mediados de 2005, el país tomó conocimiento del escándalo del mensalão: un supuesto esquema de pagos ilegales a diputados a cambio de apoyo al gobierno. Pese a que nunca se llegó a comprobar la existencia de esos pagos, el escándalo parecía ser un indicio de que el PT, a fin de asegurarse el éxito en el Congreso y en las futuras batallas electorales, había decidido sumergirse a fondo en los meandros de la Cámara Invisible y de la malla paralela del poder a la que nos referíamos antes.

El escándalo fue un duro golpe a la imagen del PT como “campeón de la ética”. Provocó la caída de cuadros importantísimos dentro del núcleo dirigente del partido, y un alejamiento definitivo de sectores de la clase media sensibles a la cuestión de la corrupción. Pero el gobierno lulista logró evitar consecuencias más drásticas bloqueando el avance de las investigaciones en el Congreso y la amenaza de un proceso de destitución. Esto fue posible gracias a, entre otras cosas, la decisión de reforzar la base aliada con la inclusión de un partido hasta entonces dejado de lado, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMB), símbolo de la lucha contra el régimen militar y que poco a poco se había ido transformando en una confederación de caciques políticos regionales. En los hechos esta inclusión significaba, más que un distanciamiento, el adentrarse aún más en terrenos de la Cámara Invisible [8].

Pese a las turbulencias, el presidente completó su ciclo, en 2010, con un envidiable índice de aprobación popular superior a 80% –un auténtico récord–, y todo se encaminaba hacia la victoria tranquila de quien era su candidata a la sucesión presidencial, la entonces ministra-jefa de Gabinete Dilma Rousseff. Y la victoria se dio, en efecto, con un buen margen de diferencia sobre su adversario en segunda vuelta, pero no todo fluyó con la tranquilidad prevista. La campaña para la segunda vuelta fue muy tensa y polarizada, con el candidato de la oposición (José Serra, del PSDB) alentando pasiones de raíz religiosa en su favor, una estrategia extraña en su biografía y carrera política. Serra no tuvo éxito, pero su maniobra dejó un tufo rancio, una acidez en el ambiente político, que acabaría prosperando en los años siguientes [9].

El proceso de descarrilamiento del pacto de 1988

Tras un inicio bastante ortodoxo, dedicado a “poner en orden” las cuentas públicas, en mayo de 2012 la nueva presidenta y su ministro de Hacienda, Guido Mantega, anunciaron un giro sorprendente en la política económica. Bautizada como Nueva Matriz Económica (nme), la iniciativa representaba, al mismo tiempo, un gran programa preventivo para enfrentar las secuelas del crash financiero internacional de 2008 –que por entonces sacudían la economía de Europa y parecían listas para doblegar la de América Latina– y una tentativa de relanzar la industrialización del país, nunca recuperada desde el agotamiento del desarrollismo nacional, por medio de un plan que incluía miles de millones en subsidios y exenciones fiscales para el sector industrial.

Aunque la iniciativa seducía por lo audaz, la implementación de la nme acabó revelándose fatal para el futuro del mandato de Rousseff. Ocurre que el plan, junto con otros factores que enseguida mencionaremos, sometía al modelo social-liberal a una serie de tensiones que este no estaba preparado para soportar. Este punto es importante para entender las fragilidades del pacto que sostenía el régimen constitucional, y por eso vamos a detenernos en él.

El modelo social-liberal fue muy eficaz en la generación de beneficios para los ciudadanos situados en ambos polos de la pirámide social, esto es, en la cima y en la base. Al tiempo que liberaba a los más ricos de una parte considerable de la carga fiscal, permitía destinar significativas porciones del presupuesto público a los más pobres, especialmente a través de las políticas “focalizadas”. Durante su gestión, Cardoso y el psdb fueron más bien tímidos en explorar esta vía, lo que le dio a Lula da Silva y al PT la oportunidad de probarla a gran escala generando la sensación de algo inédito. Pero esta implementación traía aparejado un problema potencial, algo bastante obvio aunque poco percibido al comienzo, ya que sentaba las bases para que toda una franja intermedia de la pirámide se sintiese excluida: en el fondo, el régimen brasileño no tenía una política específica para los sectores medios. Para estos, el modelo se limitaba a indicar que podían aprovechar las oportunidades individuales de ascenso social surgidas, digámoslo así, de los “beneficios ampliados” que el propio éxito del modelo –en especial, en términos de crecimiento agregado de la economía– generaba como un subproducto.

Valiéndose del boom de los commodities y de la legitimidad que otorgaba el resarcimiento de la deuda social del país, los dos mandatos de Lula lograron testear con éxito la elasticidad del social-liberalismo constitucional y dejar sus fragilidades en la sombra. La presidenta Rousseff, sin embargo, amparada en la popularidad de su antecesor y, como ya se mencionó, preocupada por los posibles efectos dañinos de la crisis financiera internacional, resolvió dar un salto al frente. Para viabilizar las metas ambiciosas de la nme, trató de modificar el patrón de relacionamiento que su antecesor había fijado con los sectores empresariales. Sin dejar de cultivar buenas relaciones con estos, lo cierto es que Lula nunca había llegado a un trabajo orgánico en conjunto con el empresariado. El plan de la presidenta, por el contrario, buscaba allí una alianza estrecha, con objetivos comunes, casi un contrato con obligaciones mutuas. De ahí los anuncios y encuentros públicos en los cuales representantes de los empresarios, los trabajadores y el gobierno manifestaban acuerdos a partir de compromisos de cada parte.

Al implementarse, sin embargo, la NME fue encontrando obstáculos y dificultades que poco a poco irían recortando aquel ímpetu inicial. En primer lugar porque, aun cuando aseguraba beneficios directos para ellos, la fuerte intervención estatal que iba aparejada con el plan no endulzaba en absoluto los oídos de diversos grupos empresariales. En segundo lugar, porque implicaba la intromisión del gobierno en las relaciones internas entre fracciones capitalistas –por ejemplo, el recorte en las tarifas eléctricas y los intereses bancarios era visto como una tentativa de poner a unos sectores en contra de otros–. Por último, en la medida en que el gobierno cumplía con su parte de los compromisos asumidos –en especial, en el terreno de las exenciones fiscales–, su equipo económico pasaba a presionar a las empresas para que cumpliesen con la suya. Esta consistía básicamente en transformar los estímulos estatales en crecimiento efectivo de la economía. En los años siguientes, sin embargo, la tasa de crecimiento del pib no alcanzó los índices de alza esperados, al tiempo que la balanza comercial seguía mostrándose muy dependiente de la exportación de granos y minerales [10]. Con el tiempo, la presión sobre las empresas para que revirtiesen ese cuadro desgastó las relaciones entre sus propietarios y el gobierno.

En otro gesto importante en relación con la política de su antecesor, la presidenta Rousseff resolvió adoptar una “tolerancia cero” ante cualquier involucramiento de sus ministros en sospechas de corrupción. Fue lo que André Singer llamó el “ensayo republicano” del gobierno [11]. A causa de esto, varios ministros designados por la base aliada en el Congreso (inclusive algunos que provenían de la gestión lulista) fueron excluidos del gabinete. Con estos movimientos, Rousseff buscaba mejorar la imagen del gobierno ante las clases medias, pero al costo de incrementar las tensiones dentro del complicado juego político que era el sostén del presidencialismo de coalición.

Entretanto, creció en los sectores medios la percepción de que la nme se hacía a costa de un peso impositivo extra volcado sobre sus hombros, y sin recibir nada a cambio. Existía el riesgo de que la enorme exención fiscal para las empresas, aunque beneficiase directamente a las clases trabajadoras del sector industrial, fuera pagada por los grupos sociales restantes y, una vez más, por las capas medias. Para cuando se divisó que la época de bonanza en el ciclo de los commodities podía llegar a su fin y, peor aún, que parte de esa bonanza había sido drenada o bien por la corrupción o bien por decisiones económicas fallidas, ya estaba sembrada la predisposición de esos sectores medios hacia la protesta social. Esa fue la raíz de las enormes manifestaciones públicas ocurridas en junio y julio de 2013. En realidad, al decidir ocupar masivamente las calles, las clases medias estaban protestando no solo contra los gobiernos del PT, sino contra las bases mismas del pacto social de 1988. Tal era, en definitiva, el hecho objetivo del proceso de subversión al que quedó sometido a partir de entonces el régimen democrático brasileño.

Como resultado de las protestas, los índices de popularidad de Rousseff, hasta entonces positivos, se vinieron rápidamente abajo, poniendo en jaque su liderazgo. Por primera vez en muchos años –en rigor, desde que el ciclo de estabilidad política se había iniciado, hacia 1994–, el Poder Ejecutivo perdía su capacidad de iniciativa y con ello ponía en riesgo toda la arquitectura del presidencialismo de coalición. Rousseff consiguió hallar reservas de energía para vencer en la contienda presidencial de octubre de 2014 por un margen apretado, tras una campaña marcada por fuertes tensiones y polarización ideológica. Sin embargo, como pronto se constató, la suya fue una victoria pírrica. Una vez contados los votos y anunciada la reelección de la presidenta, el acuerdo constitucional que había puesto a los dos partidos principales en un juego de “concordancias en la discordia” ya estaba roto. Clara señal de esto fue la sospecha que el candidato opositor (Aécio Neves) manifestó públicamente y de manera inmediata sobre el resultado de las urnas.

Por lo demás, ese primer gesto evidente de un quiebre de la normalidad constitucional tenía su base en otro punto débil del modelo social-liberal, que quedaba contradictoriamente evidenciado en el éxito mismo de las políticas sociales de los gobiernos petistas. Ocurre que ese éxito les daba enormes ventajas en la competencia con sus adversarios por el voluminoso electorado popular. Si a esas ventajas les sumamos el hecho de que los partidos que ahora se vinculaban al Ejecutivo tenían acceso privilegiado a la Cámara Invisible y, por lo tanto, al poder económico que esta abrigaba, puede imaginarse el panorama desesperanzado que las huestes opositoras institucionales comenzaron a proyectar para sí mismas, percibiendo que del otro lado tenían una fuerza electoral virtualmente imbatible. En resumen, la misma falta de perspectiva de alternancia en el poder político forzaba a la oposición a buscar caminos que contorneasen la legitimidad de las urnas [12]. Estas fueron las condiciones que dieron impulso a un movimiento faccioso que conectaba, por un lado, a grupos insatisfechos desde el interior del sistema partidario y, por otro, a los agentes del Poder Judicial –estos, por medio de la Operación Lava Jato, lanzada a comienzos de 2014 para indagar nuevos casos de corrupción en el gobierno [13]– que, por razones de lo más diversas, deseaban modificar el equilibrio de fuerzas reinante. La destitución de la presidenta Rousseff, en agosto de 2016, y el juicio y condena del ex-presidente Lula, menos de un año después, fueron simplemente despliegues de este proceso.

El regreso a escena de Lula y la disputa presidencial

El gobierno que sucedió al de Dilma Rousseff, conducido por su vicepresidente, Michel Temer, aglutinó a las fuerzas más cercanas, dentro del sistema político, a los intereses de las clases propietarias del país. El programa que lo orientó, elaborado mientras el impeachment de Rousseff maduraba en el Congreso, fue bautizado “Puente para el Futuro” y apuntaba a actualizar en algunos aspectos y a radicalizar en otros la clásica receta neoliberal, llevándola a las áreas donde esta, debido a cláusulas sociales de la Constitución Federal, aún no había logrado penetrar. Apoyándose en las fuerzas conservadoras del Parlamento que se habían aliado para derrocar a su antecesora, Temer logró que se aprobara una enmienda constitucional que impuso severos límites al gasto público y una reforma laboral que, de un solo golpe, debilitó a los sindicatos y recortó ciertos derechos de los trabajadores consagrados desde la década de 1930 y que nunca antes habían sido tocados.

Su equipo en el Ministerio de Hacienda apostaba a que estas medidas atraerían al país un volumen de inversión privada suficiente para asegurar la recuperación del crecimiento económico. El hecho es que la economía nacional, ya abatida por la crisis política de los años pasados, salió aún más golpeada por el deliberado quietismo gubernamental que proponía el programa Puente para el Futuro. Por lo demás, el gobierno tuvo que lidiar con nuevos escándalos de corrupción que involucraban a congresistas, ministros y al propio presidente en ejercicio.

Todas estas circunstancias sumadas dibujaron la imagen de un país que se movía a la deriva a través de un desierto constitucional. Con sus dos puntales partidarios –el PT y el PSDB– desarticulados y desmoralizados, el régimen de 1988 abrió un flanco para el fortalecimiento de las alternativas antisistémicas. Y, en efecto, estas ganaron cuerpo en la campaña presidencial de 2018, aunadas bajo la candidatura de extrema derecha de Bolsonaro. Era también la prueba del rotundo fracaso que había sido el gobierno de Temer, incapaz no solo de presentarse él mismo a elecciones, sino hasta de proponer un candidato sucesor.

Tras haber asumido, el presidente Bolsonaro se mostró, como era de esperar, completamente privado de competencia y hasta de voluntad para ejercer su cargo atendiendo a la necesidad de sacar al país de su atolladero económico, social e institucional. Para colmo, fue justamente en medio de esta coyuntura precaria cuando el país se vio sacudido por una pandemia mundial inesperada.

Así las cosas, no deja de ser irónico que el ex-presidente Lula da Silva, luego de ser liberado y tras la anulación por parte del STF de la sentencia que pesaba sobre él, se haya convertido en los tiempos actuales, y en virtud de una popularidad que se mantuvo prácticamente intacta aun estando preso, en una de las escasas opciones, si no la única, para evitar que la tambaleante democracia brasileña vuelva a desmoronarse. Por cierto, el espectacular regreso del ex-sindicalista a escena parece indicar un nuevo realineamiento de fuerzas políticas en el país.

Los intentos de construir una “tercera vía” no logran despegar. Es evidente que su actual fragmentación en diversas candidaturas no colabora, pero esta no es, ni por lejos, la razón que explica sus dificultades. El punto es que el electorado conservador al que podrían atraer solo visualiza dos opciones capaces de aglutinar y unificar otras plataformas de menor peso: la autoritaria y la democrática, respectivamente encabezadas por Bolsonaro y Lula da Silva. Y en la medida en que se hace más evidente que esta es la alternativa fundamental a resolverse en las próximas elecciones, la llamada “tercera vía” se convierte efectivamente en una zona cuyo potencial no es otro que el de reforzar alguna de las dos candidaturas sostenibles.

En esta coyuntura, el ex-presidente se ha transformado en una suerte de pivote para un nuevo realineamiento de las corrientes democráticas. Vimos que estas, durante el periodo anterior al actual desarreglo constitucional, aun cuando ofreciesen varias opciones se reducían a dos principales: la liderada por el psdb y la conducida por el PT. Después de cada elección, el grueso de los otros partidos se reposicionaba en relación con uno de estos polos. La crisis política acabó con ese juego y puso en primer plano una nueva opción, completamente distinta de las dos anteriores y con peso popular: la opción autoritaria, encarnada en fuerzas de extrema derecha que en poco tiempo confluyeron bajo una candidatura y prestaron su apoyo a Bolsonaro. Tal es el vector que hoy induce a distintas corrientes del electorado democrático, aturdidas pero aun así sólidas si se juntan, a volcar sus esperanzas en la candidatura del ex-dirigente metalúrgico.

Esto nos lleva al segundo punto de la cuestión: cómo progresará esta candidatura y qué podemos esperar, si sale triunfante, de ella misma y del ambiente político que la rodea. Ya se mencionó al comienzo de este artículo que el ex-presidente asoma como favorito en todas las encuestas. Pero el terreno por el que camina es sumamente movedizo y está sujeto a la posibilidad de vuelcos y caídas que acaben favoreciendo a su adversario. Este podría aprovechar la sensación de un ambiente institucional que le es hostil –por ejemplo, en los choques cada vez más explícitos con la Corte Suprema y la justicia electoral– para elevar al máximo la tensión de la campaña presidencial, haciendo de esto su mejor estrategia para revertir una tendencia actual que no le es muy favorable. Tampoco hay que despreciar el efecto electoral de sus medidas más recientes, claramente improvisadas y de corto plazo, para aliviar las penurias de los grupos sociales más afectados por la crisis económica.

Consciente de estos riesgos, Lula da Silva busca reforzar sus filas con nuevos aliados. Tal vez la adhesión más impactante a la fecha fue la de su antiguo adversario oriundo de las líneas del psdb, el ex-gobernador de San Pablo Geraldo Alckmin, quien aceptó la invitación a sumarse a la fórmula en calidad de candidato a vicepresidente [14]. Esta iniciativa dejaría ver, en principio, la necesidad de Lula da Silva de acercarse “al centro”, especialmente tratándose de una elección en dos turnos. Pero es también un fuerte indicio de que no solo los diferentes sectores del electorado, sino también sus respectivos líderes políticos, buscan dar forma al realineamiento que antes comentábamos. Esto se integra, por ende, en un movimiento más profundo, no ya de una candidatura de izquierda que aspira a atraer al “centro” hacia ella, sino de una metamorfosis viabilizada en una fórmula que represente a todo el heterogéneo campo democrático.

La palabra “heterogéneo” es decisiva para este análisis. Porque esa es, al mismo tiempo, la fuerza y la debilidad de la metamorfosis en curso. Su fuerza, evidentemente, reside en la amplitud político-ideológica, en el esfuerzo por congregar las más diversas corrientes democráticas, a izquierda y a derecha. La debilidad, por su parte, está en su propensión a perder un núcleo programático, a dejar de lado una orientación firme y clara. Es cierto, la “marea rosa” que Lula da Silva capitaneó a partir de 2003 fue exactamente eso que la expresión sugiere: una izquierda gobernante diluida para hacer posible el proyecto. De todos modos, diluida como estaba, era una izquierda que buscaba diferenciarse de un adversario situado relativamente a la derecha, explorando hasta el límite el componente “social” de ese modelo programático compuesto, de tipo “social-liberal”. Su identidad y su orientación estaban en cierta forma dadas por la existencia de una oposición constante con aquel adversario, aunque siempre teniendo ambas opciones como escenario de fondo un régimen democrático estabilizado y no cuestionado por ninguna otra fuerza política de peso electoral considerable.

Ese es el escenario de fondo que se perdió en la coyuntura actual. Por eso mismo, el posible triunfo de la candidatura de Lula da Silva, que hoy se ofrece a los electores, no podrá reproducir la “marea rosa” de 20 años atrás. Si el amplio campo que esta representa se encontrase convergiendo en un programa común de reconstrucción del régimen democrático y si estuviese madurando un acuerdo acerca de los caminos de superación positiva de los errores y fracasos previos, tal vez las perspectivas serían otras, por lo pronto más nítidas y consensuadas. Pero no es esto lo que podemos ver. Por lo demás, la coalición democrática que hoy se está decantando tendrá que ser muy consciente de que, si fracasa, pone al país en un enorme riesgo de fortalecimiento de la extrema derecha en una versión más nociva que la que conocemos. Así las cosas, es fundamental que esta coalición democrática pueda explicar sus objetivos, más allá de ser la “alternativa al autoritarismo”.

Finalmente, habrá que tener en cuenta los condicionamientos de la coyuntura internacional, también muy distinta de lo que fue en los años de la “marea rosa”. Hoy, un nuevo gobierno presidido por Lula da Silva estará mucho más sujeto que en sus mandatos anteriores a un cuadro global muy complejo, y no es nada sencillo augurar cómo incidirán las turbulencias en curso.


Traducción del portugués de Cristian De Nápoli.

https://nuso.org/articulo/segunda-marea-rosa-brasil/.

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[1Este término y la argumentación correspondiente pueden encontrarse en C. Araujo y Leonardo Belinelli: “A crise constitucional brasileira: ensaio de interpretação histórica (1988-2016)” en André Singer, C. Araujo y Fernando Rugitsky (eds.): O Brasil no inferno global: capitalismo e democracia fora dos trilhos, FFFLCH, San Pablo, 2022 (en prensa).

[2Término acuñado por el politólogo Sérgio Henrique Hudson de Abranches en “Presidencialismo de coalizão: o dilema institucional brasileiro” en Dados vol. 31 No 1, 1988.

[3Ver C. Araujo y L. Belinelli: ob. cit.

[4El ministro Luis Roberto Barroso, del STF, abordó la cuestión de la judicialización de la política como expresión de un fenómeno más amplio de judicialización de la vida social. Ver L.R. Barroso: “A judicialização da vida” en Edmar Bacha et al. (eds.): 130 anos: em busca da República, Intrínseca, Río de Janeiro, 2019.

[5Disponible en www1.folha.uol.com.br/folha/brasil/ult96u33908.shtml.

[6Para una descripción detallada y un análisis de la implementación del Programa Bolsa Família, v. Walquiria Leao Rego y Alessandro Pinzani: Vozes do Bolsa Família: autonomia, dinheiro e cidadania, Unesp, San Pablo, 2014.

[7Sobre el impacto del boom de los commodities en la economía brasileña, v. Laura Carvalho: Valsa brasileira: do boom ao caos econômico, Todavia, San Pablo, 2018.

[8Para más información sobre el mensalão desde dos enfoques diferentes, v. Joaquim Falcão: Mensalão. Diário de um julgamento: Supremo, mídia e opinião pública, Editora Forense, San Pablo, 2015; y Paulo Moreira Leite: A outra história do mensalão: As contradições de um julgamento político, Geração, San Pablo, 2013.

[9Sobre la campaña electoral de 2010, v. C. Araujo: “Interpretando a campanha e as urnas” en Fevereiro. Revista de Cultura e Política, No 2, 12/2010.

[10Sobre el significado y las consecuencias políticas de la nme, v. A. Singer: O lulismo em crise: um quebra-cabeça do período Dilma (2011-2016), Companhia das Letras, San Pablo, 2018.

[11Ibíd.

[12Ver C. Araujo y L. Belinelli: ob. cit.

[13Sobre la Operación Lava Jato, v. Fábio Kerche y João Feres Júnior: “Operação Lava Jato e a democracia brasileira”, Contracorrente, San Pablo, 2018.

[14Cabe resaltar que, al aceptar unirse a la fórmula con Lula da Silva, Alckmin tuvo que abandonar el PSDB y afiliarse al Partido Socialista.

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